jueves, 11 de junio de 2020

Una epidemia global bajo la sombra de nuestros temores históricos*

Rodolfo Sánchez Garrafa

El estado de crisis en que se encuentran las sociedades en el mundo actual, constituye un evento histórico complejo; como tal tiene muchas causas y múltiples consecuencias, cual nos lo recuerda Noam Chomsky. Debemos considerar al COVID-19 como lo que es, el disparador de una serie de sucesos que nos permiten ver con claridad cómo se manifiestan fortalezas y debilidades, que en particular inciden en:
  • La reacción de los diferentes Estados ante la enfermedad como expresión de una moral internacional,
  • La competencia real de los gobiernos frente a una situación de ineludible emergencia, y
  • Nuestra situación particular como sociedad tras casi 500 años de haber sido invadidos.



Vayamos por el principio, así sea a grandes rasgos. Tendría que haber sorprendido al mundo la ocurrencia de esta pandemia? Al parecer no. La historia nos muestra que epidemias virulentas como el COVID 19 son esperables y pueden brotar en cualquier lugar por diferentes causas. La pandemia del COVID 19 asolando el mundo no es –como pudiera pensarse apresuradamente– un hecho insólito nunca antes experimentado por las sociedades humanas. Las enfermedades son consustanciales a la evolución humana y las epidemias han tenido un papel crucial en su historia. Así lo demuestran estudios de paleopatología, arqueología de la prehistoria, microbiología, principalmente. Nosotros mismos vimos cómo esto ocurrió no hace mucho por comer vacas, pollos y cerdos infestados.


Steven Polgar en un célebre artículo denominado “La evolución de las enfermedades de la humanidad” (1964) señala que el hombre no evolucionó solo. Hemos evolucionado en compañía de un buen número de microorganismos. Muchas de estas criaturas diminutas nos son necesarias y nos prestan muchos servicios: nos ayudan en la digestión, fermentan diversos alimentos que requerimos tales como la harina a la hora de hacer pan y la leche para el queso, nos sirven para hacer cerveza y otras bebidas espirituosas, y, en fin, destruyen desperdicios. Pero, claro, son responsables de innumerables enfermedades que nos agobian a lo largo de la vida. Hay que hacer corta esta historia introductoria, el hecho es que venimos conviviendo con todo tipo de gérmenes por miles de años, cuando no millones. (La presencia propiamente humana ha sido establecida en unos 2.5 millones de años, con la aparición del género Homo, que se toma como punto de inicio para el Paleolítico o Edad de Piedra).

Pero más puntualmente, a lo largo de los siglos la propagación masiva de microorganismos produjo epidemias que afectaron al Viejo Continente cada pocos años: tifus, disentería, sarampión, cólera y muchas más. Una de ellas, la llamada “peste” resultó especialmente nociva, hasta el punto de que su nombre se utiliza aún para designar cualquier patología, infecciosa o no, que provoca una gran mortandad. Aunque apareció en múltiples ocasiones, la de 1348 ha permanecido en la memoria histórica del mundo como la más dañina. Alcanzó un nivel tan devastador que un tercio de la población europea sucumbió a sus estragos. Después regresaría a intervalos más o menos regulares: 1363, 1374, 1383, 1389..., aunque nunca con aquella intensidad letal. La peste constituía un castigo, expresión de la cólera de Dios ante los pecados de los hombres. 


En 1918, con la gripe española, volvió una pandemia tan letal como las de siglos anteriores. Significó la muerte, en dos años, de más de cuarenta millones de personas en todo el mundo. La pandemia se abalanzó sobre una Europa que aún no había salido de las calamidades de la Primera Guerra Mundial. Los servicios médicos se encontraron desbordados ante aquella amenaza de origen incierto.

Hace pocos meses, la lectura del relato Ciudad apocalíptica del escritor Enrique Rosas Parravicino me proyectó al tiempo del tabardillo, esa peste de tifus que cundía en el Cusco de 1720 acarreando una fiebre maligna causante de la putrefacción del cuerpo y corrupción de la sangre.

El jinete del apocalipsis

En sentido figurado, un apocalipsis puede ser un evento catastrófico o un cataclismo de dimensiones planetarias, el paso previo al fin del mundo. Tal imaginario escatológico comprende unos jinetes que anuncian la llegada de los últimos tiempos, el hambre, la guerra, la muerte. Hago tal referencia, impresa en el subconsciente colectivo, porque la pandemia que sufrimos tiene tal magnitud que, en los hechos, sacude al mundo entero.

Estos jinetes parecen cabalgar sobre el mundo en estos tiempos. Dos grandes secuelas derivan de la pandemia del coronavirus: 1) una primaria que tiene que ver con una crisis sanitaria, acompañada por una crisis económica y social; y 2) una derivada que se liga con el enorme impacto que ha tenido en las emociones y en los comportamientos individuales y sociales.

Hoy a nivel planetario, la pandemia de coronavirus ha desatado otra pandemia, tal vez más grande, de ansiedad y miedo ante la incertidumbre. Nadie sabe a ciencia cierta lo que esta crisis puede generar a nivel social, económico y político a todo nivel, desde el individuo y el hogar familiar, hasta la aldea global. 

¿Cómo reaccionaron los contemporáneos de las catástrofes sanitarias históricas?

No hay duda que las catástrofes sanitarias siempre infundieron miedo en la población. Procurando entender tales acontecimientos de magnitud, los hombres se hicieron conscientes de que estos eventos nunca aparecían en solitario, sino unidas al hambre y la guerra, es decir junto a los otros jinetes del apocalipsis. Para aquellos de espíritu religioso, la enfermedad se explicaba en última instancia como un castigo, una expresión de la cólera de Dios ante los pecados de los hombres. Por eso, muchos acostumbraban a representar la peste como una lluvia de flechas que afectaba a todos por igual, ricos y pobres, jóvenes y viejos.

Este carácter igualitario y su naturaleza repentina eran los rasgos que más llamaban la atención del hombre medieval. Nadie estaba a salvo. Uno podía estar sano y morir a los dos o tres días, tal como observó el religioso Jean de Venette durante una peste en el París del siglo XIV. La aparición abrupta de microorganismos desconocidos generaba un temor que podía llegar hasta la psicosis.

Recordemos que la rapidez con que un puñado de conquistadores españoles desmanteló las estructuras de poder de los pueblos precolombinos, formados por millones de personas, no se debió sólo a su superioridad militar, sino también –o tal vez sobre todo- a las enfermedades que traían consigo y ante las que las poblaciones indígenas carecían de defensas. En cambio, cuando casi tres siglos después otros europeos, en este caso tropas francesas, llegaron a Haití para reprimir la revuelta de los esclavos, cayeron derrotados por una terrible epidemia y no pudieron hacer nada para evitar la independencia. 

Cuando nos afecta el miedo tenemos necesidad de establecer quién es el culpable

Nos angustiamos al punto de preguntar ¿Por qué nos castiga Dios? Por lo tanto, podemos describir el miedo como “... una emoción-choque, frecuentemente precedida de sorpresa, provocada por la toma de conciencia de un peligro presente y agobiante que, según creemos, amenaza nuestra conservación”.

Las reacciones frente al impacto sorpresa no son unívocas, se desencadenan de manera diferenciada según las características culturales y sociales y de condicionamiento psicológico de los sujetos afectados. El sustrato sobre el cual se desencadena el miedo estaría dado por la preeminencia de una dialéctica entre las nociones de seguridad e inseguridad que todo sujeto, grupo o comunidad posee, y que elabora a partir de la visión de mundo que construye desde de la estimación de sus propias condiciones materiales de existencia.

Es determinante que la angustia se constituya en miedo, ello debido a que es imposible conservar el equilibrio interno afrontando durante mucho tiempo una angustia flotante, infinita e indefinible. A los humanos nos resulta necesario transformar la angustia y fragmentarla en miedos precisos de alguna cosa o de alguien. Una vez que la angustia ha pasado a tomar la forma de un miedo específico, el individuo va a buscar la fuente responsable de la amenaza identificada.

Para dar sentido a los acontecimientos, muchos buscaban un chivo expiatorio al que culpar. Entre los sospechosos habituales, la historia señala que se han encontrado los extranjeros, los marginados sociales o las minorías culturales (caza de brujas). Va más allá esto, al punto que el “Otro” se transforma en una amenaza, el espacio público se transforma en peligroso, las familias entran en conflictos al percibir la amenaza desde diferentes perspectivas y tensionar el cuidado familiar con la necesidad de salir al mundo a trabajar e intentar sostener un sistema de vida que nos procure seguridad. 

Tan cierto es esto que las ejecuciones de minorías étnicas (caso judíos) llegaron a considerarse una medida profiláctica para prevenir la extensión de epidemias. En 1348, varias personas fueron quemadas en Stuttgart, y eso que la ciudad aún estaba libre de la epidemia, que no llegaría hasta dos años después. La peste contribuía a acentuar un antisemitismo ya enraizado en la mentalidad de la época. Boccaccio, en el Decamerón, afirma no sin exageración que en Florencia murieron más de cien mil personas durante la peste de 1348. Allá por el año 1918, en un ambiente de angustia, la prensa francesa culpó de una epidemia de gripe al enemigo germano, se elaboraban las teorías más descabelladas, entre ellas los rumores sobre conservas llegadas desde España en las que los agentes del Káiser –según se dijo– habrían introducido agentes patógenos. Se trataba de auténticas visiones de guerra bacteriológica.

En los ochenta, la histeria por el sida desencadenaba actitudes persecutorias hacia los más débiles. Las personas con inmunodeficiencia adquirida fueron estigmatizadas y discriminadas, en un clima de histeria generalizada. Hoy mismo todavía es posible encontrar personas para las cuales se trata de una enfermedad que sobreviene a prácticas inmorales. 

Una medida socorrida de seguridad es el aislamiento social, el mismo que genera profundo impacto en la manera cómo nos relacionamos, poniendo en crisis nuestros estilos de vida y cotidianeidad. La omnipresencia, silenciosa y agresiva del COVID 19, sumada a su impacto sanitario, ataca nuestra naturaleza gregaria, nuestra necesidad de contacto e interacción cara a cara, del abrazo, del beso, del encuentro, de la necesidad de darle cuerpo a la comunidad. 

En el pasado, el miedo a la muerte implicaba el temor a la condenación eterna. Nada podía ser peor que morir sin haberse confesado. Es que el miedo es una emoción política fundamental y un disciplinador social ya establecido, lo cual no es un descubrimiento reciente, pues ya lo señaló Hoobbes en su Leviatán. El miedo es una emoción política fundamental, como lo expresa el filósofo norcoreano Byung Chul Han, para quien el capitalismo de las emociones explota precisamente el miedo como forma de control y persuasión social, principalmente a través de los medios masivos. Hoy más que cosas concretas consumimos emociones, así se abre un nuevo campo de consumo imparable. Por medio de la emoción se llega a lo profundo del individuo y se lo somete a un control psicopolítico.


Hemos apreciado en nuestro medio la aparición de actitudes excluyentes, amparadas en una noción restringida de seguridad pública. Los responsables de la propagación del virus son los ignorantes, los pobres diablos, los habitantes de las áreas periféricas y más pobres, la gente que compra en los mercados populares y vaya usted a ver que muchos de estos sujetos discriminadores hacen cola para recibir su bono de ayuda económica. En la calle menudean comentarios sobre la inconsciencia y ligereza de la masa popular, es ella –se afirma- la que no comprende las necesidades de aislamiento, de profilaxis provocando que se agrave y prolongue la pandemia.

Llamadas a la precaución que en principio son necesarias, a fuerza de violencia simbólica pasan a mostrarse como lo que realmente son: instrumentos de sometimiento y docilidad, que devienen en ilegítimos mientras no justifiquen la razonabilidad de sus disposiciones. ¡No pienses, obedece! ha sido la lógica impuesta a lo largo de la cuarentena.

El auxilio ante la emergencia, Estado e instituciones de salud pública

El gobierno sabe lo que hace. Tal afirmación resulta deleznable en cuanto se descubre que nadie, que ningún gobierno, sabía en principio lo que hacía, pero unos fueron más inteligentes y/o más oportunos que otros en sus decisiones. Lo que es peor, ocurre cuando hay ocultamiento de la situación, falta de transparencia en el reconocimiento de la capacidad o incapacidad de atención, para finalmente llegar a donde debió partirse, esto es: la seguridad frente a la epidemia está en lo fundamental en las manos de cada ciudadano, en tanto que la suma de las voluntades personales es la capacidad real de una sociedad frente a previsiones que son matemáticas, estadísticas: la famosa meseta, los segmentos sociales y biológicos de mayor riesgo, etc.

La ya larga presencia del Covid 19, tiene múltiples implicancias. Estados como el nuestro no sólo han sido incapaces de brindar protección, sino que se han transformado en un actor más de aquellos que provocan intensas sensaciones de incertidumbre y temor de los sectores populares en una dimensión psicosocial y sociopolítica significativa. Hoy la pandemia es selectiva, ataca preferentemente a una población identificada como en alto riesgo.

El Perú, según cifras disponibles, invierte en salud 681 dólares per cápita, a diferencia de los 2,229 dólares de Chile o los 2,102 dólares de Uruguay. En número de camas, el Perú contaba con 16 por 10.000 habitantes; Argentina, 50; y Uruguay, 28. A raíz de la pandemia, el gobierno ha informado que nuestro país ha hecho el esfuerzo de pasar de 247 camas de Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) a tener 1,000, según afirmó el viceministro de Prestaciones y Aseguramiento en Salud, Víctor Bocángel, al resaltar que este resultado es producto del trabajo de los servicios de salud.


Lamentablemente, los hospitales se han visto rebasados en su capacidad de atención; en general, no estaban preparados para atender emergencias de magnitud y ya ni se diga esta pandemia, por lo demás imprevisible. Nuestra infraestructura de salud es deficiente, con graves carencias logísticas. Que la responsabilidad de este estado de cosas viene de períodos pasados es cierto, pero en años recientes el servicio de salud estuvo postergado y la seguridad social se halla en colapso.

Debido a la debilidad del sistema de salud, la única arma efectiva con que se ha contado en la práctica para amortiguar el impacto de la epidemia ha sido la cuarentena. La cuarentena ha tenido como finalidad principal mantener los servicios médicos despejados y, en los hechos, como un mecanismo de supresión de la necesidad de usar estos servicios insuficientes e impotentes.

De hecho, la atención de emergencia en asuntos de salud, es más una cuestión individual y familiar que social. Esto sucede por los déficits de la atención hospitalaria pública ya señalados.

La búsqueda de refugio frente a la afectación de la aldea global 

La primera y lógica reacción de una colectividad es esperar el pronunciamiento y disposiciones de sus líderes, de sus autoridades. Buscamos amparo en quienes dirigen nuestra sociedad nacional. El gobierno es el que cuenta con las atribuciones necesarias para instaurar orden, poner orden, dar una orden, o mantener orden, son acciones que descansan sobre el ejercicio potencial de la fuerza pública. 

Las acciones destinadas a producir e instituir orden por parte de un poder o autoridad, tienen la particularidad de afectar todos los ámbitos de la vida social, incidiendo con ello en las concepciones y construcciones de orden que un conglomerado social incorpora o no para sí. De este modo, la construcción de orden se subordina y es dependiente de la concepción de orden que asume el que la ejerce, y de la capacidad que tiene de expandir esta concepción hacia todas las esferas de lo social, debido a que su continuidad requiere necesariamente de ejercer un control social efectivo.

No es solo el empleo de la fuerza pública el respaldo de las acciones de gobierno. También comprobamos que se apela al bombardeo constante con información destinada a asegurar la docilidad social lo que, más allá de su propósito ordenador, provoca una mayor ansiedad, con efectos inmediatos en la salud mental de la población. 


Consecuentemente, la búsqueda de una zona de seguridad efectiva es una resultante natural de los acontecimientos. Para cualquier individuo se hace necesario evitar el sentimiento constante de amenaza cuyos efectos en la psique son más que traicioneros.

Se ha dicho que las crisis requieren de la voluntad colectiva de ayudarnos unos a otros. Así como nos hacen dar cuenta de manera muy cruda sobre la vulnerabilidad de la especie, también nos ponen frente al reto de saber que de ese espíritu cooperativo depende que podamos salir del problema. El altruismo debiera funcionar como una razón más poderosa que la obligatoriedad, para que el real valor de “nosotros” como seres humanos no se dé frente a la ausencia de miedo, sino en la responsabilidad y el compromiso solidario de cada uno con los demás. Como enunciado de valor esto es resaltable, pero la realidad dista mucho de lo deseable.

En el panorama internacional vemos que la cooperación se ha retraído. No han surgido respuestas solidarias a partir de prácticas globales; al contrario, países poderosos se muestran avaros con la información disponible y con sus recursos tecnológicos, compiten y desconfían mutuamente. El realismo nos muestra que la cooperación en situaciones de amenaza global es difícil, porque hemos visto a los Estados enfocados en su propio problema y sin interés por los otros. Funciona la premisa de la autoayuda. Los Estados cooperan solo cuando les interesa. De ahí que las fronteras entre los estados poderosos se estén volviendo más altas.

Al desatarse el pánico global, se ha producido el afloramiento de una macro onda de egoísmo. Las potencias, que se presuponía podrían liderar respuestas de solidaridad internacional, se han retraído sobre sí mismas. La caparazón, justificadamente armada por los Estados, ha terminado por aislar cualquier esfuerzo nacional, toda ayuda ha pasado a evaluarse en términos de beneficio a obtener. Cada Estado ha ido quedando a merced de sus propias posibilidades y recursos.

En pocas palabras, nos encontramos ante un mundo que, para una emergencia en materia sanitaria/humanitaria que amenaza la seguridad de cada Estado y sociedad, parece refugiarse en un sistema de seguridad “individualista” antes que un sistema de seguridad “cooperativo”. 

Otro elemento a considerar es la desconfianza entre superpotencias, hecho que ha permitido la elaboración de teorías conspiratorias que tienen como protagonistas a los Estados que se disputan la primacía o hegemonía en el poder global, básicamente EE.UU. y China. Por otra parte, no es descartable un accidente, es lo que se estuvo especulando respecto a los laboratorios de Wuhan. Pese a la modernidad de nuestro mundo hiperconectado, la humanidad sigue siendo muy frágil. Y los miedos nos acosan como siempre.

Esta emergencia sanitaria nos trae dos ideas que parecían haberse desvanecido en esta hipermodernidad: la del ser humano vulnerable y la del valor clave que tiene la comunidad.



Para el caso de Corea del Sur, Byung-Chul Han sostiene en su columna de El País que “en Asia impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado”. Mientras que en el otro extremo, el individualismo y el culto al mercado ya se convierten en el centro de la epidemia, acompañado de un proceso recesivo con quiebras, muertos y más desigualdad.

En el caso concreto del Perú y otros países del área andina, es de prever que se acentuará el individualismo en áreas urbanas y el comunitarismo en aldeas rurales, distritos y comunidades campesinas. Desde mi particular entendimiento de la cosmovisión y la tradición andina, me atrevo a sostener que la atención privilegiada, para mejorar el estado de cosas, debe ser prestada a la praxis comunitaria y a las formas organizadas de movilización ciudadana. Ya tenemos un adelanto en los siguientes hechos:

1. Coronavirus en Perú: la pandemia provoca un éxodo a las zonas rurales

El desempleo ha forzado el retorno de miles de personas al campo. Un éxodo a la inversa ha convulsionando nuestro país, en medio de un confinamiento que ha dejado a muchos sin trabajo y sin la capacidad de alimentar a sus familias.

En el campo, en las comunidades campesinas y nativas los migrantes con lazos vivos a sus lugares de origen, disponen de acceso a tierras para producir alimentos y una red de cooperación para contar con fuerza de trabajo. Tenemos un gran tesoro ancestral sepultado por la república bicentenaria: La ayuda mutua. La mink’a y el ayni, no reconocen desigualdades sociales, solo gravitan el bien común y la solidaridad con los que necesitan ayuda. Todos colaboran aportando trabajo o un pan, para socorrer a las víctimas de la crisis. Reconciliémonos entonces con nuestro pasado nativo. Lo necesitamos.

2. Medidas de seguridad propias

Lejos de las capitales, los pueblos indígenas de la Amazonía y los Andes de Perú han tomado sus propias medidas de seguridad ante el avance de la pandemia por el Covid-19. Cerraron sus accesos, reactivaron sus comités de autodefensa e impusieron una vigilancia estricta de su población. Dirigentes de pueblos originarios y comunidades campesinas han señalado que hace falta más información, solicitando al gobierno una estrategia sanitaria enfocada en su contexto y en sus comunidades.

En Apurímac, la única región sin personas detectadas con la Covid-19 en mucho tiempo, y hoy mismo con solo 3 víctimas mortales, 14 comunidades quechuas cerraron los accesos a sus territorios. El alcalde del distrito de Pacucha, en Andahuaylas, Hainor Navarro, le dijo a OjoPúblico que los pobladores controlaban la entrada de vehículos de transporte, identificando su procedencia y lo reportaban al centro de salud correspondiente. Pobladores de las comunidades campesinas de Cotahuacho, Argama, Tocctopata, Huancabamba, Mulacancha y Barrio Lliupapuquio, en Andahuaylas, así como Haquira, San Juan de Llahua y Tambulla en Cotabambas, región Apurímac, bloquearon sus principales accesos por temor a que la infección del coronavirus llegue a sus hogares.


Los habitantes, dedicados a la actividad agrícola, adoptaron esta medida debido a la ausencia del Estado y carencia de estrategias de prevención. Ellos colocaron tranqueras para cerrar las entradas como medio de defensa, restringiendo el ingreso y salida de personas y vehículos por sus territorios comunales.

3. Echando mano a soluciones ancestrales

Ante la amenaza de exterminio, los individuos, especialmente los vinculados de manera más inmediata a sociedades tradicionales, tendemos a recordar la sabiduría de nuestros mayores. La sabiduría milenaria en los Andes salvó muchísimas vidas en el genocidio colonial. 

Los cultivos andinos son una base sólida, hoy mismo, para la seguridad alimentaria de la gran mayoría nacional. Sin embargo, cada vez más ostensiblemente productos como el pollo industrial desplazan los hábitos alimentarios tradicionales. Milcíades Ruiz, quizá algunos de ustedes lo conozcan, un acucioso en esta materia, nos recuerda que la coca, por ejemplo, tiene doble virtud: es un gran alimento y una gran medicina. Viene para este caso señalar que la coca es un cardiotónico que regula la carencia de oxígeno, mejorando la circulación sanguínea (Se usa en el tratamiento del mal de altura), también contiene alcaloides que, en estado natural, son benéficos como estimulantes vitales. Hoy que el estrés y la depresión nos abruma, no hay nada mejor que un mate de coca. Criar animales menores y de corral aporta nutrimentos de alto valor. La comida de descarte también es reciclable. Todas las municipalidades poseen terrenos, instalaciones y personal de parques y jardines que bien podrían dedicarse a la producción de hortalizas para la gente necesitada, como alivio a la crisis.

Los pueblos amazónicos están desarrollando estrategias de contención a través de su medicina tradicional. Diversas plantas tienen virtudes preventivas que refuerzan el sistema inmunológico, y tienen repercusión directa en el aparato respiratorio. Esto no es inaudito, es lo que ha hecho la comunidad china de Nueva York, la MTC, empleando remedios naturales y aplicando prácticas no convencionales para aliviar los dolores asociados a la enfermedad y, de este modo ha proporcionado también una plataforma de apoyo psicológico a los afectados. Entonces, es absolutamente viable definir con los sabios y ancianos de nuestras comunidades andinas y amazónicas los productos locales disponibles que podrían usarse, por ejemplo, para hacer jabón artesanal o desinfectantes a base de plantas. Por encima de todo está la necesidad de actualizar nuestra tradición comunitaria.

Acogiéndonos a interpretaciones que permiten abrigar expectativas sobre el surgimiento de reacciones positivas, en orden a catalizar voluntades, esfuerzos y cooperación que permitan convertir esta pandemia del siglo XXI en un nuevo propulsor de cambio científico, económico y social, vemos que se cuenta con una experiencia bastante grande a ser considerada en nuestra propia realidad. El asunto es probar si somos capaces de asimilarla y proyectarla con creatividad. Es una posibilidad que no debiera ser desaprovechada. Nuestro deber es pensar en ello y actuar.

* Notas de información sistematizada por el autor, que fueron compartidas en ponencia sustentada ante miembros de la "Asociación Capulí, Vallejo y su Tierra", el sábado 6 de junio 2020 vía Zoom.





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