domingo, 14 de junio de 2015

EL TEMA DE LA MUERTE EN LOS RELATOS DE MACEDONIO VILLAFAN BRONCANO

Rodolfo Sánchez Garrafa

Macedonio Villafán Broncano es un escritor ancashino de cimentada trayectoria, nació en Taricá-1949. En él se conjuga formación profesional y quehacer literario. Su conocimiento vivencial del mundo rural andino constituye un respaldo evidente de su creación narrativa, que al presente se traduce en un conjunto significativo de libros: Apu Kolkijirka (1988, 1998), Los hijos de Hilario (1999), y más recientemente Cielo de las vertientes (2013) que comprenden relatos breves en los que el autor actualiza su memoria individual y social, con descripciones, en general sobradamente logradas sobre la cotidianeidad en los pueblos de las cordilleras Negra y Blanca del espacio ancashino.



Se trata de prosas que en muchas páginas alcanzan ribetes de maestría, sea que se reinvente la historia particular como en “Hilario LLanqui. Mañana te fusilan”, dándole a los hechos un toque épico y de heroicidad; sea que sus personajes abracen sinceramente los convencimientos religiosos sembrados por la evangelización en los Andes como en “Fiesta grande”; sea que el relato examine la fuerza del instinto de conservación puesto en comunión con ideas primordiales, donde lo sobrehumano teje diálogos con el acontecer objetivo de la vida, tal cual aparece en “Tantas amarguras por ella”. Hay, por supuesto, mucho más en los textos que Macedonio Villafán deja plasmados para la posteridad; no obstante, hoy nos hemos propuesto examinar un asunto puntual que por su carácter evidente no ha dejado de cautivarnos en la obra de este destacado escritor: el tema de la muerte en los Andes.

No voy a discutir si los textos de Villafán Broncano están o no escritos en una perspectiva moderna. Lo que me resulta claro es su lealtad a las distintas miradas que sobre la muerte se superponen en los Andes. Está, desde luego, presente la conciencia de la extinción física del ser humano, por razones “naturales”, por enfermedad, accidente o por mano ajena, como escarmiento. El búho o tuku, animal agorero, anuncia acontecimientos aciagos y entre ellos la muerte. “Moriré pues mañana. Mala suerte vida; verdad mala seña había sido el tuku que cantó la otra noche en mi huerta. Mi mujer escuchando dijo: Hilario, qué nos pasará, tuku está cantando cerca, algo malo ha de suceder seguro” (Villafán 2014a: 16). La profundidad histórica de esta idea es grande y en pleno siglo XXI nos dice mucho de la vitalidad con que se sostiene la cultura tradicional andina. La posibilidad de otra vida tras la muerte, es también más andina que occidental, en tanto que se trata de una otra existencia activa –“Adiós Atusparia y Uchku Pedro, quizás nos veremos en la otra vida donde nuestro oficio será también hacer alzamientos para buscar justicia” (Ibid.: 24). El auxilio de los ancestros es invocado a la manera antigua, cuando las wakas encabezaban las tropas de pueblos en guerra: “(…) tempranito me fui a poner coca y flores en las tumbas de los abuelos en las cumbres del tayta Aparaq; para que nos ayuden” (Ibid.: 26). Los ancestros, en el imaginario propuesto por Villafán son sombras, espíritus, con los que un difunto se reúne para emprender camino en su compañía.

En ciertas ocasiones, las sombras de los muertos vuelven a sus querencias, y sus deudos les preparan las comidas que ellos solían gustar en vida. “Esta cena es para mis muertos; llegarán a media noche” decía una anciana luego de servir la mesa con abundante comida en mates y cacerolas de barro (Ibid.: 47-8); “Hoy primero de noviembre, día de los muertos; vuelven de la otra vida y tenemos que esperarles con su comida, con la cena de difuntos” (Ibid,: 51); “Ella siguió hablando como si no me tuviera en cuenta: para cada alma su potaje favorito. Picante de cuy para mi esposo y mi tayta, puchero para mi madre, llunca de trigo para mi tía Petronila, su cuartito de llonque para mi hermano Crecencio que era aficionado al trago, mazamorrita de maíz para que saboreen los niños y ese gran mate de maíz pelado para las almas olvidadas que hoy estarán andando tristes por estas quebradas buscando a sus deudos” (Ibid.: 52). Bien sabemos que las relaciones sociales de reciprocidad, practicadas entre vivos, se extienden a los parientes de hasta tres generaciones recientes y a los ancestros epónimos de los pueblos y/o grupos étnicos.

Quien quiera que se prive de la vida por mano propia es sujeto de culpa y, por tanto no puede aspirar a los acompañamientos rituales que prevé la sociedad. Las voces de los muertos fluyen con el viento. La sombra de la persona muerta en culpa está condenada a vagar descalza, por caminos ásperos y sembrados de espinas, “Esas almas dicen jalan para no padecer solos. Hablando feo, gangoseando, dice vagan por los riscos” (Ibid.: 81). “(…) ni nuestro perro al que maltratas hará pasar tu alma por el río de la muerte en su cola” le dice un padre a su hijo que intenta optar por el suicidio (Ibid.: 59).

Si alguien experimenta un encuentro con los espíritus de los muertos, debe evitar mirarlos de frente o cerrar los ojos. De esa manera se evita caer presos del miedo y ser jalados al más allá. “Traté de rampar abriendo apenas mis ojos. Fue peor. Volví a cerrar los ojos. Permanecí en silencio. Me pareció percibir a las almas rodeándome, observándome” (Ibid.: 85).

No son los espíritus penantes la única amenaza para la sociedad viva; en general, están también diversos seres que pueblan el mundo subterráneo. Está, por ejemplo, el terrible Amaru, que devora o quita la vida con su aliento de fuego (Villafán 2014b: 16) Hoy en día es generalizada la idea de los demonios y diablos, que incursionan en la superficie en fechas y lugares que suelen estar identificados. Villafán narra la historia del indio Miguel Broncano, cuya desaparición era atribuida a los saqra en la tradición oral lugareña. “A mi abuelo indio Miguel Broncano se lo llevaron los demonios a su cueva de Saqra, por una quebrada de rocas con formas terribles, allá por la bajada de la Cordillera Negra hacia la costa, en la ruta de Huarás a Chimbote…” (Villafán 2014a: 101); “Desde esa parte alta se divisaba bien hacia abajo, incluso hasta Sagra Rumi, unas peñolerías con cavernas y formas extrañas que daban miedo y donde decían que el demonio tenía una de sus puertas al infierno”. Aunque nuestro autor llega a esclarecer que el tal arrebato por los demonios ocultaba una historia vinculada a una rebelión de chinos, la llamada Revolución de los Rostros Pintados o la Guerra del Gran Coolíe ocurrida por el año 1870, no mella la referencia a la visión del mundo aún prevalente en el espacio rural andino.

La más reciente publicación de Macedonio Villafán bajo el título de Cielo de las Vertientes, contrasta ostensiblemente en forma y contenido con los textos hasta aquí citados. Aunque el tema de la muerte en el Cielo de las Vertientes (2014c) es la piedra de toque que particulariza el desenlace de una historia de amor, el relato en su conjunto es un manifiesto de amor y de vida. El aquí y ahora han cambiado; pese a que el ámbito de vida sigue siendo el mismo espacio geográfico, la experiencia personal o historia de los actores genera una lógica específica. La realidad toda se estructura a partir del fallecimiento y entierro de la mujer amada, una flor de las vertientes, un fuego cuya impronta explica el presente y el tiempo vivido. La pareja de amantes había sorteado innumerables imponderables que en el curso de los años les había puesto ya uno frente al otro, ya alejados al parecer inexorablemente, hasta un día, cuando cada uno había ya construido su propio camino, casada y con hijos ella, pudieron al fin consumar la unión que el amor reclamaba, un encuentro amoroso maduro, realista, exento de cualquier desesperación y, no obstante, signado por la fatalidad. La Flor de las Vertientes, sufría una grave dolencia que a la postre acabó con su vida.

Lo que bien podría haberse constituido en una gran tragedia, es asimilado como la unidad final y cabal de la pareja, “(…) el cielo de las vertientes, con sus incendios y sus sombras, es el espejo de tu vida y de tu muerte, de mi vida y de mi muerte; porque tu vida es mi vida y tu muerte es mi muerte (…) juntos por siempre, como las Cordilleras Blanca y Negra”. Pese al ser mestizo de los actores, a su condición económica y educación privilegiada, la subjetividad se alimenta aún de los ecos telúricos y de las voces de la tradición popular. Los hilos del destino son las coordenadas vitales de estos personajes más allá de los traslados espaciales y de la vorágine de los cambios en distintas épocas. La fuerza del amor conjuga pasión y una intersubjetividad cultural compartida que nos conmueve. No es la sociedad la que atenaza la existencia con sus tentáculos, es el sino, lo establecido que se plasma a despecho de cualquier circunstancia dejando lugar para una realización ideal del amor.

La relación cara a cara se nos presenta como la más diáfana, honesta, sincera y de duradera reciprocidad. Con toda esta producción, Macedonio Villafán Broncano se halla en camino de interpretar sin desencanto el devenir de las sociedades andinas y eso nos permite decir con absoluto convencimiento que los dardos de Illapa –la divinidad del rayo– hieren, mas el último nos otorga la vida trascendente.

Lima, junio de 2015.


Referencias:

VILLAFÁN BRONCANO, Macedonio
2014a   Los hijos de Hilario [1999]. Edit. San Marcos, Lima.
2014b   Apu Kolkijirka [1998]. Fondo Editorial UNASAM-FCSEC, Huarás.
2014c    Cielo de las Vertientes [2013]. Río Santa Editores, Chimbote.



viernes, 5 de junio de 2015

El cau cau

Nelson Coronel*
coronelson42@yahoo.es

Los peruanos siempre estamos comiendo algo… o pensando en hacerlo…y así, en las mañanas, solemos acompañar el desayuno con algún platito que nos levante el ánimo, nos llene de energía y  nos prepare para soportar los problemas que se nos avecinarán durante la diaria jornada. Entre estos acompañamientos  matinales suele estar el cau cau, un plato tan peruano que no hay quien dude de ello. En cuanto a lo de matinal, debe permitírsenos esta afirmación como relativa, pues un buen plato de cau cau también se ingiere como almuerzo o durante la cena; es decir, cae bien a cualquier hora.

Si a nuestros compatriotas  se les pregunta por el origen del cau cau, seguramente  dirán que es un plato mestizo costeño o tal vez andino, pero no…. el cau cau es el primer plato que produjo la presencia china en el Perú. No es un plato de la culinaria china; es el auténtico primer producto gastronómico del mestizaje cultural peruano - chino. Y veremos en que se basa esta afirmación.

Para los que no conocen el Perú, y lean estas líneas, les adelantamos que el cau cau es un guiso, hecho en los  últimos tiempos con pedazos de estómago de vaca, que solemos llamar mondongo, acompañado de pedacitos de zanahoria, papa y algunas alverjitas. Como todo en el Perú, salvo el cebiche o los tallarines, lo acompañamos con una guarnición de arroz blanco, a la peruana, es decir preparado con sal, aceite y ajo. El detalle de su preparación lo daremos  en las próximas líneas.



Bien, dirán ustedes: menos verso y más razones… aquí van.

Cuando el libertador don José de San Martín  proclamó la libertad del Perú, no incluyó a los esclavos negros. Es decir, si los incluyó, pero solo a los que nacieran a partir de la fecha de nuestra independencia. Lo cual sin duda no era sino una gruesísima concesión a los hacendados y latifundistas, criollos y españoles, que le habían advertido a don José que si libertaba también a los negros, estos dejarían las haciendas, sobre todo las de la costa; entonces el agro nacional se hundiría, se perdería una enorme fuente de ingresos para el fisco, faltarían los alimentos, cundiría el hambre en la nueva república y otros argumentos  terroríficos. Igualitos que los que Moisés empleó para intimidar al faraón de Egipto, cuando amenazó al descendiente de Ramsés con las famosas siete plagas, si no liberaba ipso facto a los jacoibos, que muchos años atrás habían sido llevados como esclavos a las tierras del río Nilo.

Así que don Pepe dejó a los negros tirando cintura y, para felicidad de los latifundistas, mantuvo a los de la color, en condición de esclavos hasta que estiraran la pata…solo sus hijos serían libres…. Y esto que San Martín también era del pelo, como decimos aquí para señalar a los zambos, es decir a los que provienen de la coyunda de un blanco con una negra, o al revés.

Claro que tiempo después se cumplió a medias la profecía de los latifundistas porque los negros, nada cojudos, empezaron a escaparse de las haciendas en cuanto podían. Y como el control policial era débil y había negros como cancha, era bien difícil distinguir a los libertos de los esclavos, amén que los alguaciles, cuyos efectivos eran cholos e indios en su mayoría, simpatizaban con la causa de los negros y no ponían mayor celo en apresarlos ni en perseguirlos. Claro que la cosa no era tan fácil pues en las haciendas se formaron verdaderos mini estados policiales para evitar que los negros se escaparan y los castigos que recibían los que lo intentaban eran extraordinariamente bárbaros: látigo, cepo, mutilación, incluso muerte, y esto sucedía en plena república peruana, donde sus ciudadanos…… eran libres e independientes por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa, que Dios defiende, etc., etc., pero más allá de las intenciones registradas en la Proclamación de la Independencia, algunas canciones  nos recuerdan lo que realmente  pasaba en esos tiempos; así un popular lamento negro, nos decía:

A la Molina
no voy más,
porque echan azotes
sin cesar……

En las proximidades de Lima, en la zona que hoy se conoce como Año Nuevo, en el camino a Comas, y en Cieneguilla, entre otros lugares de menor importancia, se formaron famosos palenques, es decir pueblos de negros cimarrones, una especie de repúblicas de negros escapados de la esclavitud, a los que no podía ingresar autoridad republicana alguna, pues eran recibidos a balazos.

Así que los hacendados se quejaban que sus haciendas no podían producir porque no tenían mano de obra, tremenda mentiraza porque la verdad es que los señorones estaban acostumbrados a no pagar por la mano de obra y ahora no encontraban quien quisiera trabajar para ellos solo por la miserable pitanza  que acostumbraban dar como alimento a sus peones. Y ya había pasado el tiempo en que podían hacer una cacería de indios y traerlos amarrados a trabajar a la fuerza, como solían hacer en los benditos ( para los propietarios ) tiempos en que gobernaba el virrey…

Como casi siempre ha sucedido, estos propietarios también ejercían la política y eran los que, en su mayoría, ocupaban los escaños del Congreso de la República y así, cavilando y cavilando (digo, es un decir...)  encontraron la solución al problema de los negros…En 1849, el Congreso aprobó la llamada Ley China, que hacía posible la inmigración de  asiáticos. Aprovechando la terrible situación que se vivía en China, asolada cíclicamente por las hambrunas, las enfrentamientos intestinos que libraban los señores de la guerra, y con la ayuda de expertos marinos, especialmente ingleses, que durante años habían oficiado como tratantes de esclavos, empezaron a interesar a campesinos pobres chinos ofreciéndoles trabajo bien remunerado en las haciendas del Perú.


El engaño rindió rápidamente sus frutos. En octubre de 1849 llegó al Perú el primer cargamento de chinos Eran 75 hombres, campesinos pobres, que habían logrado sobrevivir tras una travesía de más de 5 meses, cruzando el Océano Pacífico en las peores condiciones imaginables. Más de la mitad del cargamento había muerto durante el viaje.

Estos pobres habían embarcado en Macao, la posesión portuguesa que funcionaba como enclave en territorio chino. Por ello a los primeros chinos se les llamó en el Perú, durante muchos años y con un profundo sentido despectivo: –macacos–, aunque hubieran salido por otros puertos del Asia.

Los recién llegados eran gente sencilla y de campo, ninguno sabía hablar castellano y mucho menos leerlo. Ya en Macao les habían hecho firmar un documento, que los chinos no podían entender, pues estaba redactado en castellano. Era un contrato en el que los chinos aceptaban los siguientes términos: solo tendrían tres días libres al año; durante la vigencia del contrato, que era de ocho años, no podían salir del ámbito de las haciendas; tenían que pagar al dueño los gastos de traslado desde China al Perú y otros que originara su estadía,  es decir: nuevamente la esclavitud práctica… solo había cambiado el color de la piel de los nuevos esclavos…. Hoy existe una abundante documentación, estudios e iconografía sobre las inhumanas condiciones que debieron soportar los primeros colonos chinos, conocidos también como culíes (de la voz china coolíes).

Pero volvamos al cau cau, si no la haremos muy larga…. En las haciendas, cuando  se mataba una res para dar de comer a los peones, el producto se distribuía de la siguiente manera: el lomo y las partes delicadas eran para consumo exclusivo de los patrones; luego en degradé, se distribuía lo demás: la cadera para los mayordomos, las piernas para los cholos, las vísceras (los pulmones, el corazón, etc.) para los negros (de ellos saldrían otros tesoros gastronómicos: de los pulmones, la fritanguita; del corazón, los anticuchos). Al final quedaban las tripas, los intestinos, lo que ni los negros utilizaban para comer… eso se lo daban a los chinos…. junto con las verduras que ya se estaban  pudriendo en la cocina.

Los asiáticos tenían que voltear las tripas para lavarlas meticulosamente, luego las cortaban en rodajas pequeñas y las hervían acompañándolas de laurel, hojas de apio, ajos enteros y sal hasta que las duras tripas se suavizaban y perdían su mal olor característico. 

Luego, extraídas del hervido, se preparaba aparte un aderezo con aceite, cebolla y ajos, al que añadían palillo, el colorante amarillo que caracteriza este plato. Cuando todo estaba adecuadamente frito, se añadían las rodajas de tripa, acompañándolas de pequeños trozos de zanahoria y papa. El tamaño de estos ingredientes no obedecía a un capricho estético. Sucedía que las papas y zanahorias que les daban a los chinos eran las que estaban en descomposición en la cocina, y así el cocinero chino tenía que rescatar los pedacitos aprovechables de estas sobras, desechando el resto. De aquí le viene el peculiar nombre: cau cau. Según me han explicado mis amigos de ancestro chino, cau significa:  la sobra; de allí cau cau:  la sobra de la sobra.

Se añadía arvejas, no muchas, se echaba caldo y se dejaba cocinar hasta que todo estuviera a buen punto. El hervido se acompaña con una rama de hierba buena, que se desecha al momento de servir. Si el resultado final estaba muy suelto, es decir un tanto aguado, se le espesaba con un poquito de chuño (harina de papa) disuelto en agua fría, hasta darle el punto necesario. Este humilde guisado era acompañado de arroz blanco y el preparado final era adornado con hojas de perejil, picado finamente.

A pesar de su modesto origen y composición, y gracias a la innata habilidad de los chinos para cocinar, el plato poco a poco fue logrando una aceptación entusiasta. Los cholos e indios le añadieron ají amarillo o rocoto picado y esto mejoró el resultado. Con el pasar del tiempo, y considerando el trabajo que exige limpiar las tripas, estas fueron reemplazadas por panza o mondongo, es decir el estómago de la res, que es como ahora se prepara, pero aún en muchos lugares, especialmente en  Chiclayo, todavía se prepara cau cau de tripas y es muchísimo más sabroso que el que se logra empleando panza.

La voz cau cau se acriolló rápidamente y sus acepciones se diversificaron, aunque solo se emplean en el lenguaje popular. Se dice ¿cuál es tu cau cau?, para exigir que nuestro interlocutor se deje de engorronear y defina claramente que es lo que nos quiere proponer.

O ¡éste conoce muy bien su cau cau! para designar a quien sabe muy bien lo que se propone - un mal ejemplo de ello lo repetía a cada momento el Presidente Toledo quien, cuando lo criticaban los medios de comunicación, siempre respondía: –¡Déjenme trabajar!. Yo sé como hago mi cau cau–, pero si hubiésemos dependido del cau cau de Toledo, todos habríamos muerto de hambre. Volviendo a las acepciones del cau cau, se dice también: Fulano (o fulana ) está con su cau cau (con su pareja). Aunque a la voz cau cau se le han atribuido estos y otros significados, lo más importante es que el verdadero, que le da origen, casi se  ha olvidado totalmente y la intención despectiva se perdió. Hoy,  cau cau es sinónimo de un plato peruano rico y contundente.


El cau cau es un plato de combate, que gusta a la mayoría de peruanos, en especial a los de abajo, pero su aceptación no se limita a ellos. Como hemos mencionado al inicio, se come a cualquier hora: como acompañamiento del desayuno; a media mañana para matar el hambre; como segundo durante el almuerzo, o en la cena. Pero su mayor importancia reside en que es la primera creación de la culinaria china amestizada en el Perú, encuentro, este si,  cultural, beneficioso, pacifista, fecundo, que ha forjado muchos productos notables, como el muy popular y exquisito lomo saltado, platillo considerado también como otra insignia de nuestra gastronomía nacional; el taco – taco, que hoy llamamos tacu – tacu,  junto a  otros varios que algún día seguiremos comentando……

*Nelson Coronel.
Apuntes sobre Gastronomía Peruana.
Ediciones de la Cruz del Sur. Lima, 2004.


Mi protesta contra el cau cau  con que me ensartaron en el Isolina, ha merecido muchos comentarios: algunos de solidaridad, otros irónicos y también, los menos felizmente, en que me han dicho: Y tú ¿qué sabes del cau cau?

Y aunque no me considero, ni soy, autoridad gastronómica, si soy un añoso comelón y he tenido la suerte de probar algunos de los más famosos que se hacían en Lima, entre ellos el que preparaba Daniel en su huequito del Jr. Huagayoc, muy cerca a la entrada de sombra de Acho. El cau cau de Daniel no tenía competencia en la ciudad y recibió merecido reconocimiento cuando una noche (Daniel era ya mayor en esa época y se acostaba temprano), le tocaron fuertemente en su puerta, a eso de las 10:00 pm. Daniel que era muy cascarrabias, salió hecho un demonio para botar al imprudente que venía a joderlo a esa hora, pero se quedó mudo cuando se dio de narices con un general del ejército con todos sus entorchados y un patrullero estacionado en la puerta. Yo no he hecho nada, dijo muy asustado, pero el general le respondió que el Presidente de la República, don Juan Velasco Alvarado, estaba con unos amigos en Palacio y les había hablado tan bién del cau cau que preparaba Daniel, que algunos pusieron en duda tanta excelencia, así que llamó a su edecán y le ordenó que buscara a Daniel y le pidiera que viniera, a esa hora, a prepararle un cau cau para sus invitados, que por el mondongo y sus acompañamientos no se preocupara que de  todo había en la despensa de palacio.


Lo único que pidió Daniel es que le permitieran llevar su fogón de carbón, el carbón, sus ollas y sus cucharones de palo, por qué en otra cocina él no hacía nada. Daniel mismo me contó que  casi a la media noche, terminó su famoso plato acompañado con un arroz de Ferreñafe que como tesoro, que lo es, había encontrado en la despensa presidencial. Cuando lo probaron, todos los invitados se quedaron cojudos, me contó. Velasco les dijo: Y cómo la ven,...¿Tengo o no razón cuando afirmo que este cau cau es el mejor que se puede comer en el Perú..?. Velasco llamó a Daniel, que se había quedado medio  escondido tras la puerta del comedor de Palacio. Estaba que sudaba frío, me dijo, si la cagaba quedaba mal para el resto de mi vida, pero Velasco pidió un fuerte aplauso para  el cocinero, lo invitó  a sentarse a su lado y le pasó un copón de "Demonio de los Andes", el pisco que solo para él se destilaba en Tacama.

Daniel tenía, como todo buen cocinero, su secreto, y aunque le rogué muchísimas veces que me enseñara, no quiso hacerlo, pero si tuve la suerte de comer lo que hacía en su fondita: cau cau, unos frejoles buenísimos y anticuchos.

También tuve la suerte de comer el cau cau que se hacía en  El Parral, en el Jr. Cajamarca, en el Rímac. Eran también de chuparse los dedos. Aunque la especialidad de la casa eran los mejores frejoles con arroz que se preparaban en Lima. Cuando a eso de las once de la mañana, se preparaba el aderezo, ya que los frejoles habían hervido desde temprano en olla de barro y sobre fogón de carbón, el aderezo en base a ajos y comino, impregnaba de olor todo el vecindario, yo vivía en la Alameda de los Descalzos y hasta allí se sentía, haciéndonos agua la boca, imaginando el manye de esos riquísimos canarios, de Camaná lo que era imprescindible, con sus trozos de pellejo, papada y tocino, acompañados del juguito del seco de cabrito....pero esto es otro cantar, por el momento me quedo con el cau cau, que de eso si sé, comerlo por lo menos. Y para quienes, por que están en  el extranjero, no entiendan que es el cau cau, me permito añadirle a esta, una notita que escribí hace muchos años sobre este portentoso milagro con que nació la comida mestiza chino-peruana...¡provecho!

*Nelson Coronel.Educador y periodista, autor de sabrosas crónicas de viaje.


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