Rodolfo Sánchez
Garrafa
Rodolfo Sánchez Castañeda, mi padre, y yo (Vilcabamba-Apurímac 1945). |
Estamos
muy cerca a la Navidad de 2015. He pasado los setenta años. De hecho, hace
tiempo que he entrado en la etapa de la vejez biológica, pero muchos coetáneos
y yo mismo solemos sentirnos jóvenes, así sea por lapsos de brevedad elástica.
Soy el varón de mayor edad en mi familia, durante mucho tiempo ese lugar le
correspondió a mi padre; en circunstancias, como la de ahora, su imagen suele
venirme a la mente, normalmente eso suele ocurrir en mis sueños o cuando
atravieso por momentos de indeseable depresión. Hoy es la excepción, el
nacimiento de mi primer nieto varón Rodolfo Milan, que acaba de cumplir un mes,
no admite bajones de ánimo y menos cerca de tiempos de júbilo. Aclaro que tengo
otras dos nietas: Vania Aleyda y Lucía del Alma, con las cuales mi felicidad es
completa.
Hace
cuarenta años yo ya vivía, por mucho tiempo, lejos de la casa familiar
establecida en la ciudad del Cuzco. Hasta el día de hoy, Lima es el lugar en
que eché raíces, al principio sin ser consciente de que éste sería mi destino.
Mi madre se esforzó siempre por mantener vivo en mi corazón el calor del cariño
familiar. Mi padre solía escribirme cartas afectuosas que aún extraño, a diecisiete
años de su muerte.
Soy
consciente que los años de mi infancia, niñez y adolescencia fueron difíciles,
sobre todo después que mi padre dejó los trabajos que tuvo en Cuzco, primero
como representante de la Cía. Exploradora Cotabambas (que operaba la mina de
oro de Qochasaywas-Progreso en Apurímac) y administrador de su oficina local en
Cuzco y, luego, como empleado de la Casa Wiesse.
Reunión amical en una quinta cuzqueña (a la izquierda el antropólogo Oscar Núñez del Prado, junto a él mi padre) |
Mi
padre tuvo que reanudar sus estudios universitarios, que había interrumpido a
solo un año de haber ingresado a la San Antonio Abad. Una vez que concluyó su
carrera de educador, estuvo un tiempo sirviendo en escuelas de Andahuaylas en
Apurímac y, más tarde, tuvo la fortuna de empezar a trabajar con Oscar Núñez
del Prado, primero en el programa conocido como “Plan del Sur” que jefaturaba
Richard P. Shaedel y luego en el Proyecto de Antropología de Kuyo Chico
conducido por el propio Núñez del Prado, quien un día sería mi maestro en la
Universidad Nacional San Antonio Abad del Cuzco. Todo el tiempo que mi padre
tuvo una situación laboral inestable, fue mi madre la que afrontó con entereza
el sostenimiento y conducción de la familia, así siguió siendo en los períodos
de ausencia que implicó el largo trajinar de mi padre en las comunidades
campesinas de Apurímac y Cuzco.
Para
mi padre, sin duda, el tiempo que trabajó con Oscar Núñez del Prado reunió sus
años de oro. Vivió bien, se sintió realizado, conoció a grandes personalidades
como Jimmy Yen, considerado gran maestro en China, Miguel León Portilla,
Augusto Salazar Bondy, José María Arguedas, José Matos Mar, Andrés Cardó
Franco, entre otros.
Al centro Augusto Salazar Bondy y Rodolfo Sánchez Castañeda (En la Casona de San Marcos, Lima 1972). |
Pasaron
los años, era 1975, yo ya vivía en Lima, mi hermano Saúl Rolando estudiaba
medicina en la Ciudad de Arequipa y mi último hermano Ricardo, a quien
cariñosamente llamábamos Dick, también tuvo que trasladarse al Colegio La Salle
de Arequipa, donde concluyó la secundaria. La ausencia de mis dos hermanos
varones fue especialmente dura de sobrellevar para mi madre, entiendo que por
el vacío que se siente cuando los hijos nos dejan para hacer sus propias vidas.
Yo le escribí a mi padre diciéndole que “Siempre es difícil mirar de frente a
la vida, especialmente cuando la asociamos a la idea de la soledad”.
Con
más de veinte años de servicio prestados al Estado, mi padre tuvo la oportunidad
de pasar a ser profesor universitario. En la UNSAAC hizo otros veinte años de
labor, que compartió con grandes amigos como Mario Escobar, Zoila Ladrón de
Guevara, Moisés Tello Palomino, Mariano Dueñas Macedo, Armando Harvey Valencia,
Antonio Paredes Baca, entre otros, hasta su retiro.
En
1995 –doy un salto arbitrario– tras una de mis estadías de visita en Cuzco, mis
padres me acompañaron, como de costumbre, al aeropuerto. Me fijé inusualmente
en la ropa que llevaba mi padre, vestía un abrigo de lana azul, muy elegante,
lo vi como en sus mejores tiempos. Por lo general, me guardaba mucho por decir
para los últimos minutos en las despedidas y casi nunca llegaba a expresarlas,
se lo dije a mi padre en una de mis cartas. Nuestra correspondencia en sus últimos
años, hasta su fallecimiento en 1999, fue frecuente. Colaboramos en diversas
investigaciones antropológicas y educacionales, esto intensificaba nuestra
relación afectuosa, a la vez que nos permitía hacernos de unos soles
adicionales que eran bienvenidos. En el ámbito de los ideales, teníamos dos
proyectos importantes, hacer un libro sobre Apurímac y otro sobre San Antonio
de Pamparaqay, la tierra de nuestros ancestros, lo primero se quedó en buena
intención y lo segundo avanzó bastante. A la muerte de Celso Rodolfo, mi padre,
Federico Moreyra y yo, con la ayuda de Ramiro Moreyra Portilla, asumimos la
responsabilidad de publicar el volumen que se denominó Libro de Oro de Pamparaqay, Imagen e historia de San Antonio
Grau-Apurímac, el mismo que había venido siendo impulsado por mi padre, con
el concurso de Ciriaco Vargas Sánchez, Federico Moreyra Jara, Modesto Rodríguez
Jara y por mí.
Por
entonces, el quehacer poético ya era significativo en mi cotidianeidad
personal. Dos eran los campos temáticos que me proponía explorar: uno, los
fenómenos de la naturaleza y el estado de ánimo de las personas; y, dos, el
mundo natural como imagen elaborada de los sueños y anhelos humanos. En aquellos
días, me parecía que todo esto tenía que ver con las vivencias del entorno y la
definición de las identidades. No podría recordarlo si no lo hubiese
puntualizado en una carta a mi padre. Ahora es una buena oportunidad para
evaluar qué quedó de aquello, pero esto será motivo de otro escrito.
He
puesto unas líneas apuradas, antes que las ideas se me vayan. Creo que el
núcleo de lo anotado es destacar cómo desde nuestra visión andina, construimos
la noción de familia, de ese árbol del cual nos hacemos raíz al paso del tiempo.
Creo que ese árbol no se limita al Árbol de Navidad y se asemeja más al Árbol
de la Vida y la Muerte. Ahora que aún gozo de los días y las noches, se me
antoja desearles a todos ustedes, amigas y amigos, a mis hermanas y hermanos, unas
felices fiestas de Qhapaq Raymi y un Mosoq Wata (Año Nuevo 2016) con toda la
luz del universo sobre vuestros corazones.
Lima,
diciembre de 2015.
Mi querido tocayo, tienes el don del artista que en rápidas pinceladas regalas un hermoso paisaje viviente, pletórico de vida, con sentimientos profundos enmarcados en verdades incontrastables. Destacando el frondoso árbol que con exuberancia fructifica en los hermanos Sánchez Garrafa con sus vigorosas ramas,emergidas de ese viejo tronco que fue tu señor padre.
ResponderEliminarMuy apreciado tocayo Rodolfo Dondero. Ya que conociste a Rodolfo Sánchez Castañeda, el valor de tus palabras acrece para mí y las agradezco. Confío en ser merecedor indeclinable de tu amistad y haré todo lo necesario para merecerla.
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