domingo, 10 de enero de 2016

COMENTARIO SOBRE “AYACUCHO, SALINAS Y OTROS LARES”

Rodolfo Sánchez Garrafa*

José Carlos Fajardo Torres nos sorprende con su nuevo libro titulado Ayacucho, Salinas y otros lares (Capazul, Lima 2015). Hasta ahora, nos habíamos acostumbrado a leer sus estudios de análisis sociopolítico y etnolingüístico, muy a tono con su formación, etnológica, jurídica y politológica; sin embargo, dada su gran experiencia de mundo y su sensibilidad humana, de la que soy testigo personal, era de esperarse que en algún momento nos hiciera partícipes de una visión particular sobre sus vivencias como migrante andino que ha sumado su presencia al contexto multicultural de los Estados Unidos de Norteamérica.

Casa familiar de los Fajardo en
Huamanga-Ayacucho.
En este su reciente libro, José Carlos transmite un sentimiento de añoranza telúrica, que yo llamaría realista porque se trata de la nostalgia de alguien que sabe bien que no volverá a su tierra natal, por haber echado raíces en un nuevo lar, sin que eso le haya llevado a abandonar su profunda identidad andina. Buena parte del texto recoge cartas escritas por el autor a sus hijas y otros miembros de su familia en el lapso de cuatro años. Cartas recuperadas y arrebatadas al transcurso del tiempo, que son un relato vívido en parte existencial y en parte testimonial sobre hechos que son parte de la construcción del presente.

José Carlos no es alguien que mire los acontecimientos sociales como exclusivamente resultantes de una acción individual, su mirada histórica es esencialmente societaria. De ahí que empiece su discurso a partir de una reconstrucción específica del proceso de conquista de California por los peruanos. Su relato confirma que las condiciones históricas generales son más poderosas que las personalidades más fuertes. Constituyen hechos significativos, en este sentido, la presencia de representantes de la aristocracia mercantil limeña en California, a propósito de su colonización promovida en el siglo XVIII por el Virrey de México; y, más tarde, obedeciendo a la demanda de gente con experiencia minera, por la llamada “fiebre del oro”, que resultó atrayendo, entre otros, a chilenos y peruanos. Nos confirma también que desde mediados del siglo XX al presente, los propios Estados Unidos han favorecido la inmigración de ciertos tipos de profesionales o trabajadores de servicios a los que se recluta como invitados. Está claro que el mayor desarrollo de este país, la posibilidad de ganar dinero dentro de una sociedad con un mejor estándar de vida y el atractivo del “American way of life” constituyen fuertes motivaciones que lo han constituido en uno de los focos más importantes de inmigración, particularmente latinoamericana.

Lo dicho en el párrafo que antecede, no implica una ortodoxia ideológica en la mirada de José Carlos Fajardo, lo que encontramos como contrapeso es un acercamiento bastante objetivo a la actividad de los inmigrantes de carne y hueso como forjadores de la historia. Allí están, entre otros, el cura cuzqueño Humberto Hermoza, párroco y constructor de la iglesia Cristo Rey de Salinas entre 1951 a 1985, al igual que Juan Bandini, nacido en Lima, quien dejó huella como un personaje interesante, aunque oscilante, al haber llegado a ser representante de California en el Congreso Mexicano y luego activista en las revueltas californianas contra México.

Casa de José Carlos Fajardo en Salinas-California.

Para gusto nuestro, JC no se queda en el examen de registros documentales sino que, pese a la brevedad de su libro, alcanza a referirnos casos específicos de coterráneos cuyo trayecto de vida ha tenido oportunidad de conocer directamente: Aurelia Quillama, Manolita Arango, y Carmela Guevara, tres generaciones de una familia (abuela, hija y nieta), las dos primeras nacidas en Aymaraes-Apurímac, y la última en Lima; constituyen un caso que permite apreciar una estrategia de migración en cadena, iniciada por Manolita, que empezó trabajando en California como empleada doméstica y hoy posee una casa en Salinas, así como una hija que se ha graduado en la universidad de Santa Cruz-California. Doña Aurelia, quince años después de haber sido llevada a los EE. UU., sigue siendo monolingüe quechuahablante y distrae sus horas de ocio recolectando latas y botellas vacías para venderlas en el centro de reciclaje.

Otras personas involucradas en un obligado aprendizaje de convivencia, muchas veces inusual, son Renán del Barco y Dolores Villarreal, una pareja de peruano-ayacuchano y americana de Kansas con ancestros latinoamericanos. Pese a las breves líneas que José Carlos les dedica son ejemplo de una familia bien establecida, en la que sus condiciones económicas y su nivel educativo han sido decisivos para dar forma a un proyecto de vida exitoso.

El propio caso de JC es ilustrativo, ayacuchano, casado con norteamericana, con nivel educativo universitario, muestra circunstancias que a la larga han resultado favorables para el futuro familiar. Sin embargo, es visible que, tratándose de alguien que no ha abandonado su identidad cultural andina, los límites de su adaptación afectiva en un medio cosmopolita del primer mundo se ven si no constreñidos al menos limitados en lo personal: JC nunca pudo evitar un sentimiento de soledad, en Salinas la ciudad en que se estableció definitivamente se le hizo difícil trabar amistades, las relaciones con otros resultaban frágiles y problemáticas, los contactos interpersonales por episódicos no calaban a fondo, la memoria social local resultaba insuficiente para asir lo imponderable, la población en su mayoría era de inmigración reciente. Téngase presente que no nos estamos refiriendo a un andino aferrado a una tierra sacra que dejara atrás, junto a otras deidades ancestrales, sino a un hombre moderno, ateo, despreocupado de la finitud humana, con amplio recorrido por el mundo desde sus años mozos. No podemos dejar de pensar, tras esta lectura, en la múltiple y diversa casuística de los migrantes al primer mundo, en lo árdua y dolorosa que puede resultar una readaptación, en el alto costo que tiene vivir mejor lejos del terruño. El encuentro con el otro parece hacerse difícil por los muros que se erigen alrededor del migrante y en las limitadas posibilidades que encuentra para entablar un diálogo.

Es cierto que muchos migrantes tienen poco que perder, pero otros dejan atrás un mundo con sentido y un contexto en el que cada quien es alguien. Los Fajardo, como puede verse en el contraste de la propia tapa y contratapa del libro que comentamos, proceden de una familia señorial y en el lugar de destino se ubican en una clase media amorfa sin tonicidad social, quizá muy adecuada para una ideología individualista. Es claro que habrán muchos otros migrantes que puedan testimoniar lo contrario y eso no tendría por qué extrañarnos, ya que –como dijo el filósofo- “todo depende del cristal con que se mira” o del grado de miopía, agregaríamos.

Ver Salinas al sur de San Francisco,
pròxima a Monterrey y Carmel.
Es posible que el mundo de las grandes oportunidades, abra la amplitud de su corola para la segunda y siguientes generaciones de migrantes, ya menos ligadas a la memoria específica de origen y suficientemente complacidas con poder compartir algunos elementos simbólicos genéricos, en el mejor de los casos. Por eso es comprensible, el esmero puesto por JC en hacer que sus hijos, principalmente sus hijas, participen de una comunicación ejemplificadora de su experiencia, ha dialogado con ellas, pero también, y quizá principalmente, consigo mismo. Su libro es, en cierto sentido, una masa de comunicación intergeneracional, un interjuego de presente y pasado a la manera de relato en torno al fogón familiar en comunidades tradicionales andinas. Se trata en parte de una revelación cultural del adulto mayor, el anciano o machula, que trasciende su soledad a través del ejercicio lúdico de la tradición familiar, lo cual parece una fuerte exigencia existencial para sujetos migrantes, incluso después de haber transcurrido muchos años fuera del hábitat primigenio.

La metáfora del árbol, que hunde sus raíces en todo lo vivido y aprendido, es muy apropiada para ajustarse a las relaciones familiares desde una perspectiva andina y podría decirse que JC ha ido sintiendo y percatándose intuitivamente de su conversión en raíz, a la que concierne enviar la sabia nutriente extraída del pasado que entronca con el futuro familiar. Es claro que no intenta hacer docencia, pero convertido en árbol instruye a las ramas sobre la vida, lega el recuerdo de los ancestros, el orgullo del linaje, muestra su capacidad de entendimiento y de análisis comparativo, su conciencia de peregrinaje, su práctica antes que una mera enunciación de valores.

Es explicable que José Carlos Fajardo haya puesto acento en los límites de la religión como soporte espiritual, pero ello no impide que se muestre cuán humano es en su captación de la santidad, en tanto capacidad de valorar el mundo sin preocupación por la gloria personal.

* Rodolfo Sánchez Garrafa, antropólogo, investigador social. Trabajó muchos años bajo la dirección de José Carlos Fajardo Torres. 


4 comentarios:

  1. Muy interesante. Que bueno que se haya abierto este espacio pues el mundo andino necesita ser permanentemente entendido.

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  2. Amigo Gioco,agradezco tu comentario. El entendimiento histórico y contemporáneo del mundo andino es la motivación que nos sostiene en estos quehaceres.

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  3. JC es un peregrino andino, que ha dejado trazas en el viejo mundo y ahora profundas raíces en su nuevo hábitat. Su reconocido conocimiento de lo andino ha sido un fuerte estímulo no sólo para los suyos, sino para quienes estuvimos en algún momentojunto a él. Su sapiencia y serenidad siempre fueron sus dotes que hicieron de él un científico acusioso y agusdo en el análisis de lo andino.
    Felicitaciones Rodolfo por tu comentario sobre el libro de JC.

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  4. Para mí un gran maestro. Si bien parco en la expresión de su afecto, sincero y consecuente, como somos los andinos. Este su libro tiene mucho más para ser leído. Gracias Luis Negrón Alonso por añadir justas palabras en tu comentario.

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