Rodolfo Sánchez Garrafa
P. Rodolfo Dondero Rodo
J. Gilberto Muñiz Caparó
Este vetusto monasterio ha visto/ secos de orar y pálidos de ayuno/ con el breviario y con el Santo Cristo/ a los callados hijos de San Bruno// A los que en su existencia solitaria/ con la locura de la cruz, y al vuelo/ místicamente azul de la plegaria/ fueron a Dios en busca de consuelo.
Rubén Darío
Este artículo se inspira en el escrito que publicara el contradictorio intelectual Julius Evola bajo el título de “Meditaciones desde la Cartuja” en los años postreros de la Segunda Guerra Mundial, específicamente en 1943. De su escrito, diremos que sorprende, y tiene que haber sido impactante su experiencia de visita a la Cartuja de Maria Hain como para influir ostensiblemente en el espíritu radical y extremo que lo caracterizó. Este monasterio desapareció en 1964 para dar paso a la ampliación del aeropuerto de Düsseldorf, obligando a que la comunidad se marchara contra su voluntad hacia el pueblo de Seibranz, donde se halla la nueva cartuja llamada Marienau.
Empecemos con algo de historia. Los Cartujos constituyen una orden contemplativa de la Iglesia católica, fundada por San Bruno de Colonia en el año 1084. Su lema, en latín, es Stat Crux dum volvitur orbis o “La cruz permanece mientras el mundo gira” que, desde una visión medieval, nos expresa la fuerza dominante e incólume de la cruz y el predominio del orden supremo frente a toda contingencia; es decir que, allí donde brilla la luz del conocimiento, la gnosis mantiene viva la esperanza de alcanzar los bienes celestiales.
La Ordo Cartusiensis u Orden de los Cartujos, es la comunidad espiritual conocida como la de mayor austeridad entre todas las órdenes religiosas católicas, por su exigente modo de vida, que seguro influye en el hecho de contar actualmente con el menor número de miembros.
Antes de fundar la orden cartujana, San Bruno, canciller-secretario de la archidiócesis de Reims, había acariciado el propósito de vivir en ascesis, atraído hacia una vida eremítica y radicalmente solitaria, lo que le llevó a establecerse, junto a otros seis monjes, en el macizo desértico de Chartreuse situado en Francia, al norte de Grenoble, fundando el primer monasterio cartujense del que fue su Prior o Abad.
Un lugar de silencio
Entre las cosas que más llamaron la atención de Evola en su visita a la Cartuja de Hain, cerca de Düsseldorf, están el paisaje que él describe breve y admirablemente como la soledad de un paisaje aislado, y, el silencio, un gran silencio propicio para la intimidad con Dios en la oración y la contemplación.
Era invierno, acaso así se acentuaba aún más el espíritu de entrega y desprendimiento de las pasiones humanas, con ese pálido paisaje, el cielo de zinc, los árboles desnudos, la linealidad de aquella fachada de iglesia cartuja. Nada parecía perturbar aquel escenario con aire de eternidad, tan en consonancia con sus exactos símbolos, unos ejes inmutables en torno a los cuales se mueven los cielos, el tiempo, y se abrazan las distancias, siete estrellas alrededor de una esfera con una cruz encimada.
Una pesada puerta de madera negra esculpida marcaba el paso liminal del mundo profano al ámbito de la vida proyectada hacia el propio centro de la paz en la comunión de lo humano y lo divino. Este era un lugar diseñado específicamente para aislar el ruido al máximo posible, más allá incluso del ruido que somos capaces de percibir. La visión que tenemos de la Cartuja de Hain es, por lo tanto, la de un lugar silencioso, apto para el recogimiento.
No obstante, para
los que escribimos el presente comentario, es obvio que no existe un solo
camino y que el aislamiento no tendría por qué ser la única forma de práctica
contemplativa. Revisando el libro masónico Los métodos de meditación de
E. Doroval, encontramos que la meditación pura o contemplativa no es un
fenómeno específicamente cristiano. El propio Concilio Vaticano II ha
reconocido el valor de considerar “… atentamente el modo de aplicar a la vida
religiosa cristiana las tradiciones ascéticas y contemplativas, cuya semilla
había esparcido Dios con frecuencia en las antiguas culturas antes de la
proclamación del Evangelio”; en efecto, las prácticas contemplativas ya se
dieron en el brahmanismo, el jainismo, el budismo, el judaísmo, y en otras
formas de vida religiosa. La India conoce las prácticas contemplativas al menos
desde el tercer milenio a. C., tal y como lo atestiguan los sellos pakistaníes
en los que aparece un asceta sentado en la postura del loto. De hecho, la India
ha sido la tierra de la contemplación por excelencia y es una de las primeras
civilizaciones que ha plasmado por escrito el resultado de sus experiencias
metafísicas y devociones espirituales. La historia dice que cuando Alejandro
Magno murió en Babilonia el año 323 A.C, tiempo en el que surgieron los
ascetas, anacoretas y gimnosofistas hindúes, los sabios nudistas o vestidos de
aire, los magos persas, sacerdotes egipcios, los esenios y terapeutas judíos.
Muchos místicos y estudiosos
han cuestionado la extrema vía del aislamiento total y el silencio, cuando se
trata de conseguir que el hombre entre en sí mismo y llegue al conocimiento de
su alma y de sus potencias, de su belleza y de sus máculas. Recientemente, se
ha examinado la vida de Matilde Magdeburgo, monja cisterciense y mística que
vivió en el siglo XIII, quien renunció a su condición burguesa y optó por una
nueva manera de inspirarse en el amor a Dios. Su obra “La luz que fluye de
la divinidad” expresa un amor a Dios que trasciende cualquier instancia
humana, un amor que le exige convivir con los más desfavorecidos. Contraria al
ascetismo fanático, Matilde defiende que el cuerpo tiene que estar fuerte para
afrontar una tarea de auxilio hacia quien más lo necesita y afirma que el
cuerpo es condición necesaria de la acción cristiana. Habiendo desestimado
entregarse a una vida conventual, apartada del mundo, entiende que la
experiencia de lo sagrado no se limita al oratorio, sino que constituye un
llamamiento a la acción (Serrano 2016). No siendo necesario extendernos al
respecto, solo agregaremos que San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus
Dei, afirma que el cristiano corriente, llamado a santificarse en medio del
mundo, puede alcanzar la plenitud de la contemplación sin necesidad de
apartarse de su condición secular, sino precisamente a través de las realidades
temporales (Belda 2013: 265). En consonancia, se afirma, no sin razón, que “(…)
la práctica de la meditación o de la contemplación no tiene por finalidad el
apartar al hombre de su entorno para que viva recluido en un monasterio” (Alvarado
2012: 286).
La vida
contemplativa
Somos conscientes
que la Ordo Cartusiensis se encuentra hoy, como en los años 40 del siglo
pasado, entre las muy pocas sobrevivientes de la tradición contemplativa
occidental. Por más de nueve siglos mantiene invariables su constitución y sus
normas de vida monacal. Los monjes cartujos practican la misma ascesis, reeditan
la ritualidad, elevan idénticas plegarias día tras día, jornada tras jornada,
con poquísimo o ningún margen para el arbitrio individual, cual si se tratara
de replicar un orden cósmico, una manifestación suprema de la naturaleza divina.
Al centro de la Cartuja se halla un jardín claustral que cumple también la función de cementerio o entrada al mundo de los muertos, quizá debiéramos decir de regreso al mundo interior. Del paso humano por ese punto de retorno no quedará constancia alguna, las cruces negras no registran nombre alguno ni fecha de referencia, la memoria del sujeto individual carece de sentido, son las leyes generales, el orden de las cosas, lo único que será puesto en evidencia. En torno al centro se hallan las celdas monacales, alejadas entre sí, de forma que la concentración de cada quien no se ve interferida. Todos consumen en soledad sus respectivos alimentos, y esta práctica potencia el esfuerzo personal encaminado a la liberación del espíritu y el logro de la virtud. La comunidad sólo se congrega en el templo, para las acciones litúrgicas colectivas, o en raras solemnidades que dan la oportunidad excepcional de compartir la comida en un ambiente austero y severo.
Los monjes están separados del mundo para buscar la paz interior, a través de la meditación, las plegarias, el examen permanente de la conciencia, la lucha contra las pasiones y los recuerdos mundanos. En el retiro profundo, más allá del silencio acústico, se abre para ellos la posibilidad de una nueva vida de contemplación y de vida interior acrecentada por la visión de la naturaleza y del propio ser como obra de Dios. Es decir, que el estado de gracia es el vehículo de la propia plenitud.
El aislamiento y el silencio son conocidas reglas de los Cartujos, pero no se crea que esto implique inactividad. Nada más lejos de la realidad, los padres cartujos no se dan un momento de descanso, el íntegro de la jornada diaria se subdivide rigurosamente en tareas precisas: actos o prácticas rituales, que apenas tienen un breve intervalo de trabajo manual (Un chartreux 1998).
El silencio y el uso sagrado de la palabra
Dado que los conventos de la orden cartuja no podían ser
visitados, a lo que se sumaba la vida solitaria y de oración de sus miembros, era
poco lo que podía comentarse sobre sus costumbres; sin embargo, ya Evola
descubrió para nosotros que el medio usual de vida de estos hombres de clausura
es el apartamiento, el silencio tanto diurno como nocturno, y
que su disciplina contemplativa se
apoya en tres pilares: soledad, combinación vida solitaria-comunidad y liturgia
cartuja.
Cabe señalar que la liturgia cartujana se caracteriza por el tiempo de silencio sostenido, por la prohibición de todo instrumento musical, y por el canto gregoriano propicio a la interioridad. El objetivo que distingue a los cartujos de otros monjes contemplativos (cistercienses, benedictinos, camaldulenses, jerónimos y paulinos), es el camino seguido, con las características esenciales anotadas.
En un sentido andino, no nos es difícil afirmar que palabra y silencio
son opuestos complementarios y que la práctica cartujana plasma una forma de
universo integrado. En el templo monástico la palabra de Dios se carga en el
silencio y, una vez pronunciada, requiere de nuevo el silencio del hombre para hacerse
inteligible y habitar en mente y corazón. El cartujo se despoja humildemente de
su propio conocimiento para interiorizar y ser poseído por el conocimiento del
supremo arquitecto del universo.
El canto gregoriano
Llama la campana a media noche. Bajo el frío invernal se congregan luces que iluminan
figuras espectrales dirigiéndose a la capilla. Son los monjes que llegados
toman su lugar mientras se hace otra vez la penumbra. Voces lineales se dejan
escuchar reunidas en el canto gregoriano sin otro acompañamiento. Diríase que esta conjunción sonora es una
terapéutica de equilibrio vital, un
coro de ángeles despejando el domo del silencio absoluto, de la paz en su
extrema sapiencia.
Estas voces a capella, antes que parte de la liturgia, vienen a ser la liturgia misma hecha música. El resultado es una correspondencia total con la plegaria, porque son los espíritus los que se pliegan al continente sonoro. Si fuésemos capaces de escuchar a los cartujos en esta circunstancia, nuestra audición sería por fuerza descontextualizada porque seríamos incapaces de interiorizar toda la fuerza de la relación establecida entre oración y canto, entre silencio y palabra. Es que el Gregoriano es un canto puramente vocal, la voz de la naturaleza humana que, como una corriente, fluye constante hacia el límite de los cielos, y casi despegada de su fuente mundana.
Palabra y silencio se sostienen así poderosamente en
la ritualidad cartuja. El silencio es mucho más que no hablar, es más bien
dejar que el espíritu se exprese con libertad en armonía, recogimiento y
elevación. El silencio es guía en el camino de la contemplación, del encuentro
con la inteligencia que gobierna las relaciones entre todas las cosas. En
breve, la vida cartuja no se muestra como la instauración de un tipo o clase de
orden sino como la visión gozosa del orden mismo, que a su vez es principio de
orden para toda otra potencia, y por ello es que se da allí la belleza humana
por sí y no sólo dispositivamente (Costarelli 2017). Quizás pudiera pensarse
que esta belleza de la vida contemplativa es meramente intelectual, ya que su
sentido primero es la tensión “a la contemplación de la verdad”: sin embargo,
desde el inicio ese orden monástico implica la totalidad de la persona humana
al involucrar tanto al afecto cuanto al intelecto.
A esta luz, algo supremo se instala en el templo de Hain y se hace evidente incluso en los silencios cada vez más vivientes. Luego de unas tres horas de ritual nocturno, las sombras blancas vuelven a la luz y con ella a sus claustros de destino, hasta una hora más tarde en el oficio del amanecer.
Polvo es el ser humano
La relación de los cartujos con la tierra es singular,
su retorno a ella empieza cuando el novicio traspone el muro que aísla el
monasterio del mundo, encontrando antesala en la celda cotidiana, y culminando
en la tumba anónima que los hermanos cavarán en el jardín central de la
cartuja. Recostarse en el suelo será un gesto excelso de entrega y de actualización
de un acto iniciático. Literalmente, el monje cartujo vuelve a ser polvo. A su
muerte es enterrado directamente en tierra sin ataúd. Leyenda o no, nadie más
consciente que un cartujo sobre la inexorabilidad de la muerte, sobre cuyo
encuentro no existe prisa ni miedo, pero sí certeza y convicción de alcanzar la
paz del Espíritu Santo.
Conclusión
Podemos suponer, con cierto fundamento, que la situación de la vida monástica entre los cartujos se haya modificado en alguna medida de los años 40 a la fecha; sin embargo, estamos claros que esta orden se halla entre las más fieles a sus principios fundacionales, lo cual ya es un motivo más para admirar los insospechados caminos del espíritu humano, contra toda contingencia o, quizá más apropiadamente, gracias a esa realidad contingente que será siempre un referente. En algo más de nueve siglos el mundo ha seguido girando incansablemente, pero la cruz de los cartujos permanece enhiesta como ayer.
El desapego de las veleidades del mundo puede, en el marco de una religiosidad profunda, volver a operar con suficiente autoridad espiritual, otorgando relieve más decidido a la inclinación hacia la pura trascendencia y ascesis. por medio del trabajo de la obediencia, por medio del crecimiento en la fe y las buenas obras, por medio de la ascensión por la escalera de la humildad, por medio de la aceptación y la perseverancia en las dureza y aspereza de la existencia humana. Más que una vuelta al paso o una recuperación de un camino arcaico, tenemos la impresión de confirmar una potencia en ejercicio y alcanzar una certeza, no el enunciado de una verdad sino la convicción de algo posible.
Se demuestra un tipo de contemplación como vía o camino de trascendencia espiritual que suma la soledad, el silencio y la oración. Se trata no solo de arrobarse en la entrega cristiana a la gratitud amorosa hacia el creador y salvador, sino de vivir tan continuamente como sea posible a la luz de su amor por quienes anhelamos reclamarnos ser sus hijos.
La vía de la Acción y la vía de la Contemplación no se
excluyen. La verdadera contemplación es una interioridad tenazmente desapegada
y proyectada hacia la trascendencia, de la mano con una acción silenciosa que procura
vincular la realidad humana con una realidad más que humana. La vida ascética,
además de las renuncias, implica una disciplina y una concentración interiores al
menos tan grandes como las propias de cualquier hombre de acción.
La religión, no puede pasar por un tamiz, porque pertenece al fuero íntimo y espiritual de cada quien, no es pasible de juicio y la fe es la máxima expresión de la inocencia. Dejemos que cada quien adore y venere a su Dios, tal y como lo concibe, esa es su fuente desde donde sustenta su existencia, y si ello nos lleva a la vida retirada, bajo el imperio del silencio, como los eremitas seguidores de San Bruno, confiemos en que se nos tenga presentes en sus oraciones.
Referencias
Julius Evola. Seudónimo de Giulio Cesare Andrea Evola (Roma,
19.05.1898–Ibid. 11.06.1974), filósofo, esotérico, ideólogo y pintor italiano. Visitó la Cartuja de Haim en febrero de 1943
y escribió un artículo sobre sus impresiones para el
diario "La Stampa".
ALVARADO, Javier
2012 Historia de los métodos de meditación no
dual. Editorial Sanz y Torres, S. L. Madrid.
BELDA, Manuel
2013 Contemplativos en medio del mundo. En Diccionario
de San Josemaría Escrivá de Balaguer. Editorial Monte Carmelo, Burgos.
COSTARELLI BRANDI, Hugo Emilio
2017 Belleza, vida activa y vida contemplativa.
En Cauriensia, Revista anual de ciencias eclesiásticas, Vol. XII.
Cuyo-Argentina.
SERRANO, Carlos Javier
2016 El redescubrimiento de una mística olvidada:
Matilde de Magdeburgo. Consulta en:
https://elvuelodelalechuza.com/2016/04/14/el-redescubrimiento-de-una-mistica-olvidada-matilde-de-magdeburgo/
UN CHARTREUX
1998 El misterio de la vida
cartujana. Traducción española de la cuarta parte del libro «La Grande
Chartreuse», 17ª Edición francesa. pp. 85-108. Versión on line consultada
el 29.03.2021.
https://www.cartuja.org/wp-content/uploads/2017/07/el-misterio-de-la-vida-cartujana.pdf