viernes, 8 de julio de 2011

Sobre Andrés Alencastre 27 años después

En un texto anterior compartí con ustedes la tristeza que me embargara la súbita partida de Andrés Alencastre Gutiérrez, cuyas sombras se encaminaron infaustamente hacia Upaymarka. Volvía yo de Lauramarca al Cuzco en compañía de Lucio Valer Lopera, ambos habíamos observado el curso que había tomado la otrora poderosa SAIS Lauramarca constituida durante el gobierno del General Velasco. La historia no suele desarrollarse en el sentido voluntarista de los hombres, por más bien intencionados que seamos.

Era 1984, una tarde de agosto, el mes de los vientos, una emisora radial propalaba la noticia: Andrés Alencastre había sido asesinado cruelmente en la hacienda Parq’o, comprensión de la provincia de Canas en el Cuzco, a donde había retornado ya jubilado y casi al final de su vida. Su muerte reeditaba un sino familiar, pues su padre también había muerto de manera trágica a manos de pobladores indígenas.

Mi primer encuentro con Andrés Alencastre ocurrió en 1957, año en el que cursé el primero de secundaria en el Colegio Nacional de Ciencias. Don Andrés fue mi profesor de lengua castellana. Una de las cosas que me llamaron la atención en sus clases fue el que ‒de cuando en cuando‒ soliese hacer referencias a las lenguas originarias del Perú: el quechua y el aymara. También observé su interés por los alumnos cuyo apellido indicaba de algún modo su procedencia y su extracción indígena. Me acuerdo de un compañero apellidado Choquehuanca, al que un día preguntó si era puneño, pasando luego a explayarse sobre la figura del azangarino José Domingo Choquehuanca, el personaje aquel que hiciera una arenga lírica perdurable en honor al Libertador Bolívar. Por entonces el magisterio de don Andrés no me impresionó de manera extraordinaria. Fue en el tercer año que Andrés Alencastre llegó a ser nuevamente mi maestro, esta vez de educación artística, materia que le sirvió para llevarnos de la mano por los predios del folclor y la literatura popular andina. Me hice apreciar con el Maestro debido a mi conocimiento de unos textos poéticos en quechua que había aprendido en alguno de los números de la revista Folklore Americano editada en Lima. Uno de esos versos, que yo sentía con tremenda hondura, decía: Wañuy pacha chayamunqa / Qonqay qonqay tarisunki / Qantapuni maskasunki, A! / Kawsayniyki tukukunqa, cuya traducción sería algo como “Ha de llegar el tiempo de morir /  Y te encontrará desprevenido / Es a ti a quien buscará / Para acabar con tu vida”.

Wañuy pacha chayamuqtin
Mis aficiones literarias y declamatorias fueron seguramente determinantes para que el Maestro me cobrara un particular afecto, que era recíproco. A todo esto, mi abuela paterna se ganaba la vida, entre otras cosas, comerciando con productos utilizados en la ritualidad y la medicina tradicional de los pueblos andinos, era una hampi qhatu y también “entendida” en algunos aspectos de la curandería. Sus habitaciones y en particular uno de sus depósitos guardaban toda clase de productos y mejunjes empleados en el oficio, había yerbas, estrellas, conchas y caracoles de mar, fetos de camélidos, cebo, semillas, polvos diversos, en cantidades impresionantes. De allí tomé una pluma de cóndor, a la cual di la forma de una pluma de escribir a la manera de la conocida iconografía del Inca Garcilaso. Don Andrés se interesó por esta pluma, que yo se la obsequié sin mayor trámite. Grande fue mi sorpresa cuando en la siguiente clase recibí de él, en gesto de reciprocidad, su hermoso libro titulado Dramas y comedias del Ande. Su dedicatoria decía “Para mi caro alumno Rodolfo Sánchez, con todo corazón (Firma)”.

Hay todavía otros episodios significativos en nuestra relación de maestro-alumno durante la etapa escolar. Con motivo de haber resultado yo ganador de un concurso literario interescolar, cuando cursaba el quinto de secundaria, fui invitado a su casa, oportunidad en la que recibí atenciones y fui testigo de su arte como ejecutante de la quena y el pinkuyllo, una inmensa flauta que suele tener más de un metro de largo y que es de difícil ejecución, instrumento que distingue a los ch’ukos o habitantes de las tierras altas de Canas.

Unos años más tarde, durante mi formación como antropólogo en la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cuzco, el ‒para entonces‒ doctor Alencastre continuaría siendo mi maestro, esta vez de materias especializadas como introducción a la lingüística y quechua. A través de los años yo había conocido con alguna profundidad su producción poética, dramatúrgica, así como todos sus desvelos encaminados a la fundación del pueblo llamado “El Descanso” que en su momento pasaría a ser capital de una nueva jurisdicción política, el distrito Condorcanqui.

Pluma de hanaqpacha
Muchos años después y de forma casual, me encontré un día con el Maestro, cerca a la plaza San Martín de Lima. Tomamos un café al paso. A él no le pareció buena idea que yo volviera al Cuzco. Para entonces yo ya había hecho regular experiencia en los sectores de trabajo y agricultura, a la sazón me encontraba trabajando en el Centro Nacional de Capacitación e Investigación para la Reforma Agraria-CENCIRA. Por mi profesión sólo pude cumplir en parte la recomendación del Maestro. Volví muchas veces a la tierra e hice estudios de algún valor en estos trajines, compartiendo responsabilidades con inolvidables compañeros como Luis Negrón Alonso, Juan Tuero Villa, Lucio Valer Lopera, Percy Ortega Chacón, entre otros. Sin embargo, por alguna razón nunca más pude establecerme en el Cuzco ni volver por los claustros de mi antigua Universidad. Fundé una familia en Lima y, sin querer queriendo, me convertí en un migrante más, de esos que han ido dando forma a esta gran ciudad llamada a ser la metrópoli intercultural del Perú. Por esto y por todo lo recibido me inclino ante la memoria de Andrés Alencastre.

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