domingo, 1 de julio de 2012

Pedro y Pablo apóstoles

Rodolfo Sánchez Garrafa

Es significativo que la memoria de San Pedro y San Pablo sea celebrada el mismo día (29 de junio), atendiendo a un complejo denominador común: su reconocida condición de fundadores de la Iglesia Cristiana en Roma, el respeto que los cristianos sintieron desde los primeros tiempos por estos dos seguidores de la doctrina que predicara Jesús, el martirio que ambos sufrieron en Roma, Pedro el año 64 y Pablo el 67. Sin embargo, más allá de estos hechos exteriores, existen consideraciones de mayor profundidad que debieron haber sido definitorias al momento de erigir a ambos como los símbolos máximos de una iglesia que debía reconocerse como unida en Cristo, en otras palabras, como obra Universal.

Para empezar, hay diferencias ostensibles entre uno y otro de estos fundadores del cristianismo, diferencias de origen, de pensamiento y de acción. Pedro, un pescador judío de Galilea, fue el principal entre los Doce que vivieron con Jesús durante los tres años de su ministerio público, esto quiere decir que conoció personalmente al “Hijo de Dios”. Escogido por Jesús, primero como apóstol y luego como cabeza de la Iglesia, Pedro llegó a ser el primer obispo en Roma y, como tal, considerado Papa, esto es padre y pastor de la grey. En cuanto a Pablo, podemos decir que fue un fabricante de tiendas, fariseo siciliano pero de ciudadanía romana, no llegó a conocer personalmente a Jesús, y más bien en años posteriores a su muerte se dedicó a perseguir a los seguidores del Nazareno, llegando a experimentar de manera súbita la revelación y convertirse a la nueva fe, que ayudó a extender más allá del pueblo judío, entre los gentiles, viajando como predicador por Grecia, Asia Menor, Siria y Palestina, por lo que es considerado el “Apóstol de los Gentiles”.

De aquí se desprende que Pedro llevó las buenas nuevas entre los hijos de Israel y Pablo lo hizo principalmente entre los extranjeros. Uno se enfocó hacia adentro del pueblo “escogido” y otro se empeñó en llevar el evangelio de la salvación a los pueblos hasta entonces excluidos. Hay aquí una relación de oposición complementaria, entre un centro de poder cuya energía traducida en luz pugna por expandirse a una periferia cada vez más amplia. Pedro y Pablo son, entonces, instrumentos de un designio superior, articulado en misiones diversas. El arquitecto pone cada cosa en su lugar y en su oportunidad, así el tiempo y el espacio convergen en la construcción de una estructura arquetípica. Pedro es la piedra de los sólidos fundamentos, cuasi inconmovibles, mientras que el empeño de Pablo equivale por su parte a erigir las columnas, paredes y cúpula de la Iglesia. Lo humano, sin embargo, requiere el balance exacto, supremo, que proviene de la divinidad misma y, en ese sentido, Cristo es la piedra angular de esta Iglesia modelo. 

Las llaves del cielo
Pedro es el punto de apoyo situado en el eje de la tierra y, como tal, recibe las llaves del cielo, lo cual le hace portero, esto es punku o “pongo”. Funcionalmente, la tarea de franquear el paso de una dimensión terrenal a otra celestial es única e insustituible en lo que le compete. El propio Pablo está obligado a justificar sus hechos y obtener el pasaporte doctrinario, que llega eso sí a hacerse irresistible desde que lo refrenda la revelación o iluminación proveniente del propio Ser Supremo.  En el sistema, Pablo realiza la labor de mantenimiento homeostático que se necesita para dar respuesta a nuevos requerimientos en contextos diversos, su lenguaje llega a todos los gentiles, a todos quienes no son israelitas, Pablo se hace guía y sacerdote, los incluye en la comunidad cristiana, los busca como el viajero incansable que es. Pablo sale de la oscuridad para conducir a los pueblos hacia las montañas más elevadas, brindándoles la oportunidad de escuchar un mensaje de seguridad por la conversión, es decir, por la experiencia de vivir una transición. El don de la palabra es la espada de Pablo.

No debió ser sencilla la relación entre Pedro y Pablo, los encuentros tienen que haber sufrido la carga de una fuerte tensión que finalmente se resolvería venciendo toda suerte de sectarismos. El evangelio inculturado parece ser, en este sentido, una inspiración netamente pauliana. En los Andes, la idea de conversión serviría para distinguir eras, la del pasado o de los “antiguos” (los gentiles) y la del presente o evangelizados (los cristianos).


Tu est petrus et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam, son en latín las palabras de Cristo designando a Pedro como su vicario. Surge, et ingredere civitatem, et ibi dicetur tibi quid te oporteat facere, es el mandato que Pablo recibe en el momento de su gloriosa visión. A Pedro, un hombre simple, le estuvo reservado el privilegio de hacerse el primero entre los seguidores de Cristo. A  Pablo, un hombre ilustrado, le correspondería pasar de ser perseguidor a ser un fervoroso converso.

El filo de la palabra
Del contraste entre dos personalidades disímiles y de una fe común adquirida por caminos opuestos, advendría el carácter universal de una de las mayores iglesias proféticas que hayamos podido conocer.

Frente al drama que sufre hoy la Iglesia Católica en el mundo, podríamos decir que requiere volver los ojos hacia sus príncipes Pedro y Pablo, urgida como está de emprender una nueva evangelización de sus propias almas y quizá de sus propios pastores. 


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