Rodolfo Sánchez Garrafa
Es significativo que la memoria de San
Pedro y San Pablo sea celebrada el mismo día (29 de junio), atendiendo a un
complejo denominador común: su reconocida condición de fundadores de la Iglesia
Cristiana en Roma, el respeto que los cristianos sintieron desde los primeros
tiempos por estos dos seguidores de la doctrina que predicara Jesús, el
martirio que ambos sufrieron en Roma, Pedro el año 64 y Pablo el 67. Sin
embargo, más allá de estos hechos exteriores, existen consideraciones de mayor profundidad
que debieron haber sido definitorias al momento de erigir a ambos como los
símbolos máximos de una iglesia que debía reconocerse como unida en Cristo, en
otras palabras, como obra Universal.
Para empezar, hay diferencias ostensibles
entre uno y otro de estos fundadores del cristianismo, diferencias de origen,
de pensamiento y de acción. Pedro, un pescador judío de Galilea, fue el
principal entre los Doce que vivieron con Jesús durante los tres años de su
ministerio público, esto quiere decir que conoció personalmente al “Hijo de
Dios”. Escogido por Jesús, primero como apóstol y luego como cabeza de la
Iglesia, Pedro llegó a ser el primer obispo en Roma y, como tal, considerado
Papa, esto es padre y pastor de la grey. En cuanto a Pablo, podemos decir que
fue un fabricante de tiendas, fariseo siciliano pero de ciudadanía romana, no
llegó a conocer personalmente a Jesús, y más bien en años posteriores a su
muerte se dedicó a perseguir a los seguidores del Nazareno, llegando a experimentar
de manera súbita la revelación y convertirse a la nueva fe, que ayudó a extender
más allá del pueblo judío, entre los gentiles, viajando como predicador por
Grecia, Asia Menor, Siria y Palestina, por lo que es considerado el “Apóstol de
los Gentiles”.
De aquí se desprende que Pedro llevó las
buenas nuevas entre los hijos de Israel y Pablo lo hizo principalmente entre
los extranjeros. Uno se enfocó hacia adentro del pueblo “escogido” y otro se
empeñó en llevar el evangelio de la salvación a los pueblos hasta entonces excluidos.
Hay aquí una relación de oposición complementaria, entre un centro de poder
cuya energía traducida en luz pugna por expandirse a una periferia cada vez más
amplia. Pedro y Pablo son, entonces, instrumentos de un designio superior,
articulado en misiones diversas. El arquitecto pone cada cosa en su lugar y en
su oportunidad, así el tiempo y el espacio convergen en la construcción de una
estructura arquetípica. Pedro es la piedra de los sólidos fundamentos, cuasi
inconmovibles, mientras que el empeño de Pablo equivale por su parte a erigir
las columnas, paredes y cúpula de la Iglesia. Lo humano, sin embargo, requiere
el balance exacto, supremo, que proviene de la divinidad misma y, en ese
sentido, Cristo es la piedra angular de esta Iglesia modelo.
Las llaves del cielo |
Pedro es el punto de apoyo situado en el
eje de la tierra y, como tal, recibe las llaves del cielo, lo cual le hace
portero, esto es punku o “pongo”.
Funcionalmente, la tarea de franquear el paso de una dimensión terrenal a otra
celestial es única e insustituible en lo que le compete. El propio Pablo está
obligado a justificar sus hechos y obtener el pasaporte doctrinario, que llega eso
sí a hacerse irresistible desde que lo refrenda la revelación o iluminación
proveniente del propio Ser Supremo. En
el sistema, Pablo realiza la labor de mantenimiento homeostático que se necesita para dar respuesta a nuevos requerimientos en contextos diversos, su
lenguaje llega a todos los gentiles, a todos quienes no son israelitas, Pablo se
hace guía y sacerdote, los incluye en la comunidad cristiana, los busca como el
viajero incansable que es. Pablo sale de la oscuridad para conducir a los
pueblos hacia las montañas más elevadas, brindándoles la oportunidad de escuchar
un mensaje de seguridad por la conversión, es decir, por la experiencia de vivir
una transición. El don de la palabra es la espada de Pablo.
No debió ser sencilla la relación entre
Pedro y Pablo, los encuentros tienen que haber sufrido la carga de una fuerte
tensión que finalmente se resolvería venciendo toda suerte de sectarismos. El
evangelio inculturado parece ser, en este sentido, una inspiración netamente
pauliana. En los Andes, la idea de conversión serviría para distinguir eras, la
del pasado o de los “antiguos” (los gentiles) y la del presente o evangelizados
(los cristianos).
Tu
est petrus et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam, son en latín las
palabras de Cristo designando a Pedro como su vicario. Surge, et ingredere civitatem, et ibi dicetur tibi quid te oporteat
facere, es el mandato que Pablo recibe en el momento de su gloriosa visión.
A Pedro, un hombre simple, le estuvo reservado el privilegio de hacerse el
primero entre los seguidores de Cristo. A
Pablo, un hombre ilustrado, le correspondería pasar de ser perseguidor a
ser un fervoroso converso.
El filo de la palabra |
Del contraste entre dos personalidades
disímiles y de una fe común adquirida por caminos opuestos, advendría el
carácter universal de una de las mayores iglesias proféticas que hayamos podido
conocer.
Frente al drama que sufre hoy la Iglesia Católica
en el mundo, podríamos decir que requiere volver los ojos hacia sus príncipes
Pedro y Pablo, urgida como está de emprender una nueva evangelización de sus
propias almas y quizá de sus propios pastores.
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