martes, 24 de mayo de 2011

DIÁLOGO DE ZORROS SOBRE UNA EXPERIENCIA DE VIAJE A PURQUIO

Rodolfo Sánchez Garrafa

Hace unos años, por el mes de setiembre, el amigo Sigfredo Chiroque hizo un viaje a Puquio. Algún tiempo después narró su experiencia en los términos que siguen:


Para ir a Puquio, primero uno va a Nazca (sur del Perú). Desde este lugar, uno trepa los Andes, por 2 horas. En la cima, hay una planicie que se llama "Pampa Galeras". Es una puna muy fría, con paisaje lindo, al costado de picos nevados. Miles de vicuñas viven en esta "reserva natural". Los animales se pasean por la pista, porque ya se acostumbraron al paso de los carros. Una experiencia inolvidable.
Desde Pampa Galeras, uno comienza a descender la "Cordillera Occidental" de los Andes. Baja hasta la ciudad de Lucanas, lugar cercano a la comunidad de Utec donde vivió José María Arguedas. La miseria, la rabia, la esperanza, la tristeza y la protesta se confunden en los rostros de las gentes; y se expresan en los cantos, con guitarra, arpa y charango. Yo no contengo mi sentimiento: ¡lloro y me carcome la rabia y las ganas de seguir peleando para que esta gente -nuestra gente- viva como gente!
Es la segunda vez que vengo por estas tierras. Respiro las narraciones de José María. Comprendo mejor el sentimiento de su prosa.
De Lucanas uno trepa de nuevo la cordillera, yendo más al sur. Al otro lado, se ve Puquio. Después de 12 horas de salidos de Lima, llego a esta ciudad. Si hubiese continuado el viaje hacia el este, llegaría a Andahuaylas-Ayacucho; si prosiguiese hacia el sur, llegaría a Chalhuanca-Abancay-Curahuasi-Cusco. Ahora hay carreteras asfaltadas o afirmadas. Pero en tiempos de Arguedas, solamente habían trochas y uno se trasladaba a caballo, cruzando cerros y quebradas, valles y punas, ríos y lagunas en el lomo de Los Andes. Sé que estos parajes fueron trajinados por Arguedas y es el escenario de su obra "Los ríos profundos".
En Puquio (manantial), he trabajado con docentes. Pero me dí tiempo, para ir a las comunidades cercanas donde se celebró este sábado 11 de setiembre la "Fiesta del Agua". Estuve confundido con los campesinos y campesinas en la ceremonia profunda que ellos hacen todos los años.
Desde el lunes 6 de setiembre, los "Auquis" (ancianos escogidos) se habían ido hasta la cima de la cordillera a "traer el agua nueva". Una señora del lugar me dice "allá arriba vive el agua". Los "auquis" se fueron hasta el pico de las montañas y allí hicieron el "pago" a los "apus" y a la "pachamama". El "pago" consiste en sacrificar una llama y regar la tierra y los "puquios" con la sangre caliente del animal. Alimentos, chicha y coca complementan el "pago".
Después del "pago", los auquis vienen limpiando el antiquísimo canal, haciendo ceremonias que solamente ellos saben hacer (pues se trata de rituales secretos). Traen el agua nueva para sus tierras y justamente este sábado 11 de setiembre el barrio de Collana de Puquio celebraba el ingreso del agua hasta la comunidad. Todo el pueblo salió hasta un lugar especial. Los danzantes de tijeras entran en contrapunto, los "llamichus" se pasean entre la gente haciendo bromas y haciendo beber trago. Los "llamichus" son jóvenes y niños que ponen orden en la fiesta, hacen beber alcohol a la gente y cuentan chistes. Son al mismo tiempo disciplinarios, bufones y promotores de la alegría popular.
Aparece un "nakaj" (representando a los conquistadores españoles). Con su cara teñida de negro, irrumpe entre las gentes que lo reciben con pifias y empujones. Vienen los "llamichus" para correr al "nakaj". Los danzarines de tijeres ríen en contrapunto de movimientos y de bebidas alcohólicas (chupadera), al rtimo del violín y el arpa.
De repente, la gente se pone de pie y se alborota: ¡aparecen los auquis! ¡viene el agua! Los "llamichus" hacen sonar sus huaracas (hondas) y latas de adorno. Gritan. Hablan en quechua. Un amigo me traduce lo que dicen: "aguita, aguita, camina, camina, vive con nosotros". Los campesinos y campesinas beben más. ¡Viene el agua!
Los auquis se encuentran con el pueblo, mientras el agua nueva corre por la acequia. Los auquis toman varios tipos de bebidas. Antes de beber rocían parte del alcohol en el agua que discurre en la acequia. Al mismo, se coloca la flor de la retama en las acequias. Hay un delirio generalizado. Casi todos hablan en quechua y le cantan al agua.
Todos beben licor, pero haciendo "pago" al agua. Me invitan chicha de ayrampito, chicha de jora, cañazo. Tengo que hacer también "pago" a la pacha-mama. Los "llamichus" se pasean haciendo sus gracias. Momentos centrales. Rocían al agua nueva con un polvo especial (no me acuerdo su nombre en quechua) hecho de conchas de mar. Todo el pueblo está alegre. Cantan huaynos llenos de sentimiento. Mezcla de llanto y de rabia. Beben, bailan y se empujan entre sí. Es la "fiesta del agua".
Son las 4.30 pm. Debo regresar a Puquio porque a las 6pm sale el "Ómnibus Sánchez" que regresa a Lima. Retorno en un "taxi-cholo". Impresionado y a la vez cuestionado en mis creencias. Me surgen interrogantes como esta: ¿qué preservar de estas creencias y manifestaciones culturales, si tienen como base que "el agua vive" y que son los "apus" o dioses de las montañas quienes nos dan el agua? ¿qué preservar de esto cuando las bases científicas nos dicen otra cosa, respecto a que el agua es un ser abiótico y que los cerros son pura naturaleza? ¿la educación al enseñar lo que es el agua y los cerros no carcomen los cimientos de estas creencias ancestrales? ¿Cómo conjugar una propuesta educativa que al mismo tiempo desarrolle ciencia y tecnología en nuestro pueblo, sin que por ello minimice la identidad cultural?

Hasta aquí el interesante relato de Sigfredo. Entre muchos otros amigos que comentaron lo dicho, este zorro servidor vuestro respondió de la siguiente manera:
Las recientes vivencias de Sigfredo en Puquio invitan a reflexionar sobre la realidad diversa de nuestra patria. Deseo incidir en dos cuestiones igualmente importantes: El desconocimiento o mejor la falta de reconocimiento de la multiculturalidad del país por parte de los peruanos, y, el falso dilema entre continuidad cultural y desarrollo.
Sobre lo primero, habría que reconocer que la vida cotidiana, en un país con fuerte composición multiétnica como el nuestro, está atravesada simultáneamente por el conflicto y encuentro de culturas. Es un hecho que la diferencia entre culturas fue pensada históricamente en términos de desigualdad etnocéntrica, es decir, de superioridad y de inferioridad. Las relaciones de dominación, la apropiación de bienes y el monopolio del comercio resultantes fueron las bases de la sociedad de clases y de la jerarquización de culturas instituida por los españoles. Todo esto condujo a una situación social que favoreció históricamente una mirada displicente o paternalista, en el mejor de los casos, sobre las culturas subordinadas.
Aunque hoy vivimos una etapa en la que es posible avizorar nuevas formas de convivencia, todavía hay un largo camino para reconocernos como una sociedad diversa. El relato de Sigfredo, un intelectual de significativa trayectoria, convencido de la necesidad de una movilización de conciencia y de organización de la población, no deja de ilustrar sobre el impacto personal que produce descubrir a “los otros” –andinos en este caso- y corroborar la vigencia de sus ancestrales expresiones culturales. Es que muchos podemos tener una actitud tolerante y compresiva ante la diversidad, pero la sola comprensión intelectual no será suficiente, no tendrá alma, mientras no se acompañe con la práctica de la convivencia, con la disposición al intercambio y el enriquecimiento mutuo.
El ritual de Yarqa haspiy, la limpieza comunal de los canales de riego, inaugura el ciclo agrícola anual dando paso a la estación de siembra. Quizá algunos vean el Yarqa haspiy como un remanente cultural en proceso de lenta desaparición, una reminiscencia de interés folklórico. Sin embargo, para los pueblos de los Andes, el Yarqa haspiy conlleva sobre todo una intensificación de la vida andina. En el mes de setiembre, el agua de riego es tratada como una deidad central, el ser más engreído, cuyos rituales convocan a la colectividad compuesta por humanos, animales, semillas, astros, etc., con cuya participación se reinicia el ciclo de la vida tras un lapso de descanso. La profundidad de esta manifestación cultural y de los valores que ella conlleva han sido sintonizadas por la sensibilidad de Sigfredo y ello ha sido provechoso desde todo punto de vista.
No hay duda que la cultura forma parte de la condición humana, por lo tanto, reconociendo la condición humana de los otros nos hacemos más humanos. Como el mismo colega Sigfredo lo puntualiza, el movimiento social es confluencia de personas y, por ello, debe asumir a la condición humana como punto de partida, como meta y como criterio de tránsito.
La multiculturalidad con que solemos caracterizar a nuestra sociedad nacional, significa diversidad étnica y diversidad de conocimientos valiosos acumulados históricamente. Pero este reconocimiento formal es insuficiente. Para que la diversidad cultural tenga sentido en un proyecto social y la sabiduría milenaria constituya una ventaja en un mundo cada vez más globalizado, se requiere que las estructuras institucionalizadas otorguen los mismos derechos a todos los ciudadanos, con respeto a la culturalidad de la que somos portadores.
En cuanto a la segunda cuestión que motiva este escrito, consideramos que ya es tiempo para deshacernos del falso dilema entre continuidad y desarrollo. Tal como Fuenzalida lo ha señalado alguna vez: “toda sociedad desarrolla un proceso continuo de evaluación, jerarquización, selección, depuración y disposición de su propia producción cultural”, y de la producción cultural de los otros –añadiríamos nosotros–. Esto quiere decir que cultura no es una configuración estática, sino un proceso, es decir una realidad que cambia constantemente, en la que los saberes se adquieren, se desechan y obviamente se preservan en función de su excelencia, eficacia y eficiencia para los fines de reproducción y desarrollo social.

La tradición no tiene por qué ser necesariamente opuesta al desarrollo, siempre que nuestra cultura sea capaz de ayudarnos a entender la cultura del otro e incorporarla de manera congruente sin menoscabo de nuestra propia identidad.
Creo que habernos detenido en las recientes experiencias de Sigfredo ha sido una ayuda más para la construcción de un nosotros diverso. Es evidente que la construcción de la identidad nacional pasa por reducir la prescindencia o distanciamiento que caracteriza a las relaciones entre las diversas culturas que constituyen nuestra sociedad, de modo tal que se vinculen de manera positiva y creativa. En esta tarea el conocimiento del “otro” es fundamental y, hay que reconocerlo, nos falta recorrer mucho en el camino de este mutuo reconocimiento. Está claro que en el reconocimiento de las culturas originarias debemos liberarnos de todo fundamentalismo y/o esencialismo, para percibir y vivir la complementariedad entre unos y otros sin anacronismos.
Por lo demás, si la expectativa nacional es construir una unidad en la diversidad, es necesario reparar en la persistencia de indeseables hegemonías culturales, y tomar partido por un allanamiento del camino hacia una sociedad intercultural.

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