domingo, 26 de junio de 2011

Mi primer libro de lectura


Tengo presente haber ingresado el año 1951 a la sección Transición del Colegio San José de La Salle del Cuzco. Recuerdo haber visto en algunas paredes de las casas de mi barrio (Wanchaq) unos afiches del Movimiento de Restauración Nacional que encumbró en la Presidencia del país al general Manuel A. Odría, pero esto es otra historia.

Mi familia vivía a unas pocas cuadras del nuevo edificio del Colegio La Salle y, sin duda, este hecho motivó que mis padres decidieran matricularme en dicho centro educativo. Anoto, de paso, que los hermanos de las escuelas cristianas F. S. C.: Fratres escholarum christianorum constituyeron desde sus inicios una congregación religiosa dedicada a trabajar por la educación de la niñez y de la juventud. Como maestros laicos, los hermanos tenían una formación fundamentalmente pedagógica y, por los años 50, desarrollaban en el Cuzco una educación con criterios y principios bastante avanzados e innovadores, complementados con una práctica que hacía uso de los mejores recursos didácticos disponibles. No puedo negar que en el Cuzco siempre se le atribuyó a este colegio un carácter elitista, si bien orientado a la práctica de valores cristianos, pero al mismo tiempo interesado en afirmar espíritus competitivos con habilidades para el liderazgo y el desempeño social, dando especial atención a la lectoescritura, la corrección gramatical, la elocución o composición y, desde luego, a la doctrina cristiana, católica y romana. Pero, seguramente nada de esto había sido exprofesamente pensado por mi padre a la hora de hacerme lasalliano.

Con guardapolvo en la aventura escolar
Mis clases, como era la costumbre, empezaron un mes de abril. Yo concurría todos los días vestido con un práctico guardapolvo y premunido de un maletín colgado al cuello en el que llevaba mis útiles escolares, entre los cuales era infaltable mi Silabario Catón. Este texto era, en verdad, un silabario, por lo menos en su primera parte, porque más adelante pasaba a ser un libro con pequeñas e interesantes lecturas.

Recién a esta altura de mi vida puedo darme cuenta que este material educativo constituía una especie de último eco de los clásicos silabarios y catones de la primera mitad del siglo XX. Como dice alguna nota “son libros para la nostalgia y piezas de coleccionismo para los amantes de los viejos libros escolares”. El Catón era parte de un módulo de enseñanza que contaba con una guía para el maestro y unas enormes láminas que reproducían las páginas del libro y que eran desplegadas en el salón de clase sobre un caballete o rotafolio. El libro estaba diseñado con las clásicas construcciones silábicas como: «mi mamá», «amo a mi mamá», «mi mamá me ama», «mi mamá me mima» en el marco de una vistosa presentación iconográfica, para entonces, que hacía realidad el aprendizaje ameno de la lectura. La idea era que después de aprender las letras del alfabeto los niños debíamos dominar todas las combinaciones silábicas y luego estar en capacidad de combinarlas en frases y oraciones que tuviesen sentido. Las lecciones seguían un orden de menor a mayor dificultad.

Mi Silabario Catón pertenecía a la colección G. M. Bruño, denominación con la que sería conocida, además, una de las principales editoriales pedagógicas del país. Miguel Febres-Cordero Muñoz, un distinguido hermano de la Congregación, había adoptado este seudónimo para identificar los materiales educativos que produjo.

Silabario Catón de las EE. CC.
El sistema silábico de enseñanza de la lectura, que hoy es para nosotros obsoleto y tradicional, tenía que haber sido de lo más eficaz en su tiempo, porque para el mes de junio yo y mis compañeros, tras diversas experiencias y vicisitudes, ya estábamos en condiciones de hacer pública nuestra habilidad lectora. Han pasado 61 años de aquella época, tiempo en el que he vivido y he sido actor de varias reformas educativas y, sin embargo, me sigo preguntando ¿por qué ahora se hace tan difícil que los maestros logren resultados en la adquisición de habilidades lectoras por parte de sus educandos?


Hay, al margen de mi relato, dos textos iniciales que considero valiosos y dignos de recordar. Uno es el Silabario Hispano Americano del gran pedagogo chileno Adrián Dufflocq Galdames (método fónico-sensorial-objetivo-sintético) que por los años 55 se imprimía también en Argentina y que era una verdadera “gracia para el entendimiento del niño”, ya que con éste los niños aprendían a leer en pocas semanas de manera entusiasta. Otro texto memorable es el libro Amigo producido en el marco de la reforma educativa peruana de los años 70, cuando desechando el método silábico se adoptó el método llamado de las palabras normales, el global y otros modelos de enseñanza. La verdad es que a partir de entonces ya no entendí por dónde iba el sentido y la práctica de la lectoescritura en la educación básica de menores.

En mis tiempos no había educación inicial. A los cinco años, entré de frente a Transición o Preparatoria y a los dos meses estaba leyendo. Tanto así que en una actuación leí un discurso de homenaje al Director del Colegio el hermano Bernhard Wilhelm, más conocido como hermano Bernardo. Se trataba de un texto de unos cuantos párrafos escritos en un papel kilométrico que yo iba desenrollando teatralmente. Mi profesor el hermano Damián me había vestido o ‒mejor dicho‒ disfrazado de un venerable viejecito que debía calarse y quitarse los lentes para leer, causando hilaridad en el público.

Pero aún hay un hecho episódico más. Era 1985, mi hija cursaba el primer grado de primaria, después de haber hecho un año de educación inicial. Estábamos en el mes de junio y su profesora me había llamado para informarme que la niña se resistía a leer. De hecho, ella no había aprendido a leer y, es más, deliberadamente dejaba olvidado su texto en casa. La maestra había decidido dejarla a su suerte, porque ‒según ella‒ tenía muchos alumnos a los cuales atender y sentenciando que a partir de ese momento yo debía ver lo más conveniente. Ese mismo día me puse a buscar desesperadamente un texto apropiado, porque el material utilizado en el plantel me pareció absolutamente inoperante. Por supuesto que en ningún sitio se vendía el Silabario Hispano Americano ni, mucho menos, el Silabario Catón, que a estas alturas ya era absolutamente desconocido. No me quedó más remedio que apelar al libro de lectura Coquito, un texto que sigue siendo popular hasta el día de hoy, y que introduce con alguna habilidad el conocimiento de las sílabas en el contexto de palabras normales.


Para abreviar la historia, diré que la pequeña aprendió a leer a lo sumo en dos días, claro que combinando el método Coquito con métodos más tradicionales de afirmación del conocimiento en el “coquito” (palabra familiar usada como diminutivo de coco, cabeza o cráneo). A la siguiente semana la maestra quedó sorprendida, aunque nunca preguntó qué es lo que había sucedido y cómo había logrado aprender a leer su alumna hasta entonces atrasada.

Dos cuestiones para terminar. Primero, el hecho que las instancias oficiales del sector educación no han sido, por lo general, capaces de producir textos escolares de primera calidad, no han logrado producir materiales competitivos ni superar a los de mediano valor que se hallan en el mercado. Segundo, la necesidad de establecer por qué a mayor despliegue tecnológico son menores los resultados en materia de desarrollo de competencias lectoras. Seguro que muchos maestros y padres de familia tienen sus propias respuestas e ideas al respecto.

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